Marta me dijo que no estaba preparada («Sólo tienes que colocarte aquí a mi lado y correr conmigo, no tienes que hacer nada más, en eso consiste, amor»), que éramos demasiado distintos y no estábamos hechos el uno para el otro («Mira mis manos, cómo te hacen, cómo te saben y terminan tus pasos; mira tus ojos, cómo me siguen, cómo encuentran sus respuestas en mí, en eso consiste, amor»), que le daba demasiado miedo no saber quererme como merecía («Mira lo que hago con tu miedo, mira cómo lo cojo, lo aplasto y lo tiro por la ventana, míralo, Marta, mira cómo lo hago, porque en eso consiste, amor»), que no quería hacerme daño («Hazme daño y deja que descanse el dolor, que conozca también el ángulo de tu puño igual de bien que el de tu caricia, que en eso consiste, amor»), que no podía seguir y tenía que irse («Vete, márchate lejos, dobla la esquina como doblas ahora mi cuerpo partido y escóndete el tiempo que haga falta, pero pisa fuerte, tan fuerte que se queden tus huellas marcadas en el suelo y sepas volver, porque en eso consiste, amor, en eso consiste»).