José Donoso

embrutecidos por el vino y con la piel hambrienta de otra piel, de cualquier piel con tal que fuera caliente y que se pudiera morder y apretar y lamer,

diciéndoselo, no sentiría miedo. O por lo menos, menos miedo. Era como si esa palabra le fuera a servir para romper una costra dura y amenazante de Pancho, dejándolo duro siempre y siempre amenazante, pero de otra manera.

Pero ella conocía ese cuerpo. No daba calor. No calentaba las sábanas. No era el cuerpo de su madre: ese calor casi material en que ella se metía como en una caldera, envolviéndose con él, y que secaba su ropa apercancada y sus huesos y todo…

No nos vamos a morir de hambre ni de vergüenza.

no existo ni aunque grite.

Maricón seré, pero degenerado no. Soy profesional. Nadie tiene derecho a venir a tratarme así. ¿Qué se tiene que venir a meter conmigo este ignorante? ¿Quién es él para venir a decirle cosas a una, ah?

Es bueno o no tiene tiempo de preocuparse de gente como nosotros.

No recordaba haber amado nunca tanto a un hombre como en este momento estaba amando

Hasta para hacer las bromas que otros hacían con jetas mugrientas de improperios, él las hacía de otra manera, con una sencillez que no dolía, con una sonrisa que no tenía ninguna relación con las carcajadas que daban los otros machos.

Nunca soñé con ser propietaria. Sólo ahora, por la rabia que le daba que don Alejo contara con lo que llamaba su «inteligencia» y abusara de ella. Si se quería reír de la Manuela, y de todos, y de ella, bueno, entonces que pagara, que no contara con que ella fuera razonable.