Aquella noche en Mendoza yo reconocía la realidad presente por su angustia. Pero si ahora tengo ganas de decir que empecé a conocer la vida a las nueve de la mañana en un vagón de ferrocarril, es porque aquel día que salía de Montevideo, acompañado por el Mandolión, no solo volví a reconocer esa angustia, sino que me di cuenta que la tendría conmigo para toda la vida. Ella estaría en mí aun cuando yo pensara en las cosas más diversas: en las nubes que viajaban junto con el ferrocarril; en la llave de mi casa, que la llevaba olvidada en mi bolsillo sin saber cuándo la volvería a usar; en el Mandolión, y en aquel botín amarillo que se había atragantado con el pie y tenía la lengua afuera. Pero mi angustia no solo cubría con su densidad las cosas más diversas y se echaba caprichosamente, como una mujer impúdica sobre un objeto cualquiera: cuando yo era niño y mi angustia era ingenua, ella también solía mezclarse en extraños placeres. Recuerdo que entre todas las maestras de mi infancia tres habían sido grandes y gordas. Estas me inspiraban más respeto y curiosidad; pero también me inspiraban más deseos de no respetarlas. Yo tenía mi manera secreta de faltarles al respeto, pero esta manera se cumplía nada más que en mi imaginación.