Mario Zamudio Vega

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Alguna vez, la conservación de los recursos naturales —suelo, bosques, agua, etcétera— para el futuro de la nación fue considerada una causa patriótica, una prueba del amor por el país; en la actualidad, no obstante, el consumo y la monetización se han mezclado de formas extrañas con la idea de una buena ciudadanía —concepto que ahora incluye a los grandes consorcios empresariales—; en realidad, la palabra consumidor se ha convertido más o menos en sinónimo de ciudadano, pero eso no parece molestar realmente a nadie. Ser un “ciudadano” implica estar comprometido, contribuir, dar y recibir, mientras que ser un “consumidor” sugiere únicamente comprar, como si nuestra única función fuera devorar todo lo que esté a la vista, a la manera de las langostas que se abalanzan sobre un campo de granos. Podríamos burlarnos del pensamiento apocalíptico, pero la idea aun más penetrante —el credo económico, en realidad— de que las cifras del consumo pueden y deben aumentar todo el tiempo es igualmente engañosa, y, a pesar de que se vuelve cada vez más aguda la necesidad de que haya una visión de largo alcance, los periodos a los que dedicamos nuestra atención se están reduciendo, a medida que enviamos mensajes de texto y “tuiteamos” en un ahora hermético y narcisista.
También el mundo académico debe asumir cierta responsabilidad por divulgar una sutil variedad de negación del tiempo por la manera como privilegia ciertos tipos de investigación. La física y la química ocupan los escalones más altos en la jerarquía de las actividades intelectuales debido a su exactitud cuantitativa, pero tal precisión al caracterizar la manera en que funciona la naturaleza es posible sólo en condiciones estrictamente controladas, totalmente antinaturales y completamente divorciadas de toda historia o momento en particular. Su designación como ciencias “puras” es reveladora: son puras por ser atemporales en esencia: sin mácula alguna debida al tiempo, preocupadas sólo por las verdades universales y las leyes eternas.5 Al igual que las “formas” de Platón, con frecuencia se considera que esas leyes inmortales son más reales que cualquier manifestación específica de ellas —por ejemplo, la Tierra—; en cambio, los campos de la biología y la geología ocupan los peldaños más bajos de la escala académica porque son muy “impuras”, debido a que carecen de los embriagadores matices de la certeza, pues están completamente impregnadas con el tiempo. Es evidente que las leyes de la física y la quí-mica se aplican a las formas de vida y a las rocas, y también es posible abstraer algunos principios generales sobre el funcionamiento de los sistemas biológicos y geológicos, pero el meollo de esos campos se encuentra en la profusión idiosincrásica de organismos, minerales y paisajes que han surgido a lo largo de la prolongada historia de este particular rincón del universo.
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En cuanto disciplina, la biología alza el vuelo gracias a su ala molecular, con su enfoque de laboratorio de bata blanca y sus venerables contribuciones a la medicina, pero la humilde geología nunca ha alcanzado el brillante prestigio de las otras ciencias: no tiene un premio Nobel, no hay cursos de colocación avanzada en la escuela secundaria y su imagen pública es anticuada y aburrida. Eso, por supuesto, es humillante para los geólogos, pero también tiene graves consecuencias para la sociedad en una época en la que los políticos, los directores generales de las empresas y los ciudadanos comunes necesitan urgentemente alguna comprensión de la historia, la anatomía y la fisiología del planeta
esamegustahar citeretfor 2 år siden
UNA CUESTIÓN DE TIEMPO
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