Federica Cagnoni

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    las experiencias emocionales determinan de manera decisiva nuestras vivencias y nuestras representaciones conscientes, mientras que estas últimas determinan muy poco nuestras respuestas emocionales.
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    Como sostiene Tomás de Aquino: «Nada llega al intelecto que no pase antes por los sentidos», aspecto ratificado por muchos neurocientíficos, que han demostrado que todo lo que es capaz de producir experiencias emocionales fuertes acaba influyendo no solo en la reorganización neuroplástica del cerebro, sino incluso en la expresión génica (Gabbard, 2000).
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    El dolor es una experiencia tan rechazada que su ausencia ya se considera una fuente de bienestar: se evita como si fuese la peor desgracia, porque es lo contrario del codiciado placer (Nardone, 2020b). Pero no es así, y el trabajo con los pacientes nos lo muestra todos los días. Quien ha superado un dolor dispone de unos recursos que otros no tienen, como la sensibilidad y la capacidad de adaptarse y de mitigar otros golpes de la vida
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    Como expresó admirablemente Emil Cioran: «El valor del que carece la mayoría es el de sufrir para dejar de sufrir».
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    Y esto también vale para el arrepentimiento. Este sentimiento se experimenta a menudo en función de una situación actual de carencia que hace resurgir algo «inacabado», un objetivo no conseguido, una satisfacción fallida o una experiencia no vivida plenamente en el pasado
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    Cuando la culpa se siente, no por algo que hemos hecho o dejado de hacer, sino porque en función de una acción nuestra modificamos negativamente la percepción de nosotros mismos, experimentamos una emoción distinta: la vergüenza
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    Hay estudios que demuestran que en estados de hiperactivación de la amígdala (en que el individuo padece un miedo constante) la liberación continua de adrenalina en la circulación provoca daños somáticos y psíquicos y que con el tiempo estas personas tienen dificultades para gestionar y regular la propia ansiedad en distintas situaciones vitales, incluso cuando la ansiedad puede considerarse fisiológica.
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    No obstante, también en estos casos es importante recordar que el miedo es una forma de percepción, mientras que la ansiedad (y el pánico) son una reacción.
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    diferencia de la ansiedad, que activa el organismo, la angustia lo deprime y lo empuja a la renuncia. En realidad, frente a una batalla que ya está perdida antes de empezar, no tiene sentido luchar: la única opción es la rendición total o parcial. Por esta razón la angustia nunca es una emoción útil o adaptativa.
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    Como ocurre con la ansiedad, la intervención terapéutica deberá centrarse en la percepción que activa la reacción y no en la reacción en sí misma. En el caso de la angustia habrá que intervenir para modificar la percepción de condena que paraliza a la persona y reabrir la puerta a la esperanza y a la posibilidad de cambio. Como dice el bello aforismo de san Francisco: «Basta un rayo de luz para disipar mil oscuridades».
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