En un país devastado por las bombas atómicas que arrasaron ciudades y abrasaron sus almas, la velocidad y la fuerza de Hiroshi contribuyó a reanimar el orgullo de su nación con cada victoria.
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El ruido de sus pies desnudos sobre las esterillas de tatami recordaba al triste zumbido de un insecto, similar al susurro de la sal que se echa al ring para alejar los malos espíritus.
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Una vez más se preguntó si había merecido la pena el sacrificio de familia, amigos y amantes por un deporte. Y sólo ahora, demasiado tarde, pudo ver el coste de todo ello mientras la acusadora mirada de Aki cruzaba su mente.
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Estarían todos en su ceremonia de retiro, su abuela, su hermano, Haru y Takara.
—Hai —contestó, tragando.
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—Un día sin añoranzas —afirmó, como si leyera sus pensamientos.
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Hiroshi, de once años de edad, llegaba tarde al encuentro con su abuelo y su hermano pequeño, Kenji, en el templo Keio-ji al otro lado de Yanaka.
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Hiroshi no lo olvidaría, no sólo porque era imposible caminar diez metros por cualquier calle sin ver un viejo templo, sino también porque su ojichan era la personificación de esa misma fortaleza.
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¿Qué era peor, pensaba para sí, que le hubieran arrebatado a sus padres o no recordarles en absoluto, como Kenji?
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Neko-no-me, «Ojos de Gato», le llamaba su obachan. «Tú eres el pequeño gato que sobrevivirá al fuego —le susurraba amorosamente—. Mientras que tu hermano mayor, Hiroshi, vivirá con la cabeza, tú vivirás con el corazón».
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Después de un combate que sacudió los cimientos de la Tierra hasta su mismo centro, fue Takemikazuchi quien finalmente venció, y se dice que nuestra familia imperial puede retrotraer sus ancestros hasta él. En la prefectura de Shimane hay un altar que indica dónde tuvo lugar el primer combate de sumo.
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