El artista que es grande, como el santo que lo es, nos calma con esa lucidez modesta y sencilla que tiene; nos habla con la voz que oímos en Homero, en Shakespeare y en los Evangelios. Es este el lenguaje humano del que debemos aspirar a ser dignos merecedores, independientemente de para qué escribamos: tanto si lo hacemos como creadores o como cualquier otro usuario de las palabras.*23