Mariana Ribot

  • Lucas Molina Munerahar citereti går
    Ahora he conocido el verdadero sufrimiento.

    Y he sobrevivido. […] He tocado fondo. Y sobrevivo.

    Susan Sontag, La conciencia uncida a la carne
  • Lucas Molina Munerahar citereti går
    El dolor es un lugar que nadie conoce hasta que llega a él.

    Joan Didion, El año del pensamiento mágico
  • Lucas Molina Munerahar citereti går
    La serie de televisión francesa de 2012 Les Revenants, creada por Fabrice Gaubert y basada en la película homónima del director Robin Campillo, es un producto de género híbrido, a caballo entre la ciencia ficción, el thriller y el terror. El guion de los primeros dos episodios es obra de uno de los maestros de la narrativa francesa, el escritor Emmanuel Carrère.

    Aún recuerdo lo que sentí al ver el primer episodio. No sabía exactamente cuál era el contenido, había leído un par de críticas entusiastas y tenía curiosidad; me descargué la serie ilegalmente (en Italia aún tardaría un año en estrenarse, algo que sucedió gracias a su éxito internacional).

    Al principio se impone la atmósfera propia de un thriller (música tensa, oscuros pasos subterráneos, un clima plomizo y amenazante), y por tanto me esperaba este tipo de género narrativo. Luego, cuando comprendí de qué se trataba, empecé a notar que se me aceleraba el pulso, que se me cortaba el aliento y las lágrimas me resbalaban por las mejillas.

    La historia está ambientada en un pequeño pueblo de los Alpes, donde varias personas fallecidas vuelven a sus casas de un día para otro. A diferencia de los clásicos del cine de terror, donde quien regresa del reino de los muertos reaparece en calidad de zombi, aquí los personajes tienen un aspecto del todo normal. Aparecen exactamente como los recordaban sus seres queridos, como si estuvieran congelados en el tiempo. Conservan, por tanto, el peinado, la ropa y la edad que tenían el día de su muerte. El ejemplo más sorprendente es el de una adolescente muerta en un accidente de tráfico que, al volver a la casa de su hermana gemela, descubre que en ese lapso de tiempo la otra se ha hecho mayor y ahora es una veinteañera.

    La presencia de los resucitados (los revenants del título) provoca un shock en todas las familias implicadas, despertando sentimientos y reacciones discordantes, y causa un revuelo comprensible en toda la ciudad.

    Les Revenants conectaba con una parte profunda de mí, más allá de la trama y los personajes que aparecían en escena, del lugar y el tiempo en el que estaba ambientada. Estoy convencido de que para el espectador corriente era simplemente una buena serie de misterio con pinceladas góticas. Para mí, un superviviente, era la representación del deseo más intenso e irrealizable: el retorno de S. Y no un S. monstruoso, convertido en muerto viviente, un S. fantasmal, un holograma rayano en la alucinación, sino el S. de siempre, el S. del último día, el S. a quien tenía tantas preguntas por hacer, tantas explicaciones que ofrecer, disculpas que pedir, abrazos que dar.

    Vi la primera temporada entera en un estado casi febril. Terminaba cada episodio con el rostro bañado en lágrimas, sin que importara el contenido del capítulo, tanto si era estremecedor como si era reconfortante: yo lloraba por defecto. Para mí no se trataba de una forma de entretenimiento vespertino, sino más bien de una experiencia espiritual, una ciencia ficción mística con un mensaje que el público general no era capaz de apreciar (y que probablemente iba incluso más allá de las intenciones de sus propios autores), pero que en mí había hallado al receptor perfecto.

    A lo largo de los años he visto muchas otras series de televisión, pero ninguna me ha impactado tanto. Quizá se deba a la exclusividad de la experiencia: allí donde los demás veían una serie de terror, yo asistía a una comunión íntima de cuerpo y espíritu, de lenguaje consciente e inconsciente que alcanzaban una armonía perfecta en una sinfonía que solo yo podía oír.
  • Lucas Molina Munerahar citereti går
    Supongo que es un instinto natural el que hace que percibamos como algo ajeno la eventualidad del suicidio de un ser querido, considerándolo como un hecho que puede darse en la vida (calamitosa) de los demás, pero nunca en la nuestra. Considerarlo sería una hipótesis demasiado aterradora.

    Por eso en el día a día tendemos a ignorarlo, aunque sea un tema presente tanto en el arte como en la prensa.

    En las semanas posteriores a la muerte de S. le pido a un amigo, gran lector, que me recomiende un libro ligero, algo que me distraiga. Me presta la novela de un autor inglés, una comedia romántica con ambientación musical, que empiezo a leer casi a modo de ejercicio, pero que de hecho cumple el propósito de mantenerme ocupado. Lástima que también aquí, hacia el final del libro, uno de los personajes se suicide.

    Cuando se lo señalo, mi amigo se siente desolado.

    —¡Te juro que no recordaba para nada ese detalle! —me dice.

    Pobre, no tiene ninguna culpa. Es obvio que para él es un mero giro argumental, justamente un detalle al que el lector común no suele prestar atención.

    Hasta hace poco yo era como él y no se me habría ocurrido verlo de otra manera.

    El gesto extremo de quitarse la vida está presente en los libros, en las películas, en las series de televisión, en las obras de teatro, hasta en ciertas canciones del verano, y para todos nosotros es normal no prestarle la menor atención.
  • Alejandra Guisado floreshar citeretsidste måned
    Igual ocurre con el Manuscrito encontrado en una botella, con el Libro del desasosiego, con Un hombre cualqui
  • Alejandra Guisado floreshar citeretsidste måned
    Igual ocurre con el Manuscrito encontrado en una botella, con el Libro del desasosiego, con Un hombre cualqui
  • Ramírez Sánchez Azul Julietahar citeretsidste måned
    italiana de mirar las ciudades, con familiaridad y extrañeza, como miraba Bassani las calles amuralladas de Ferrara.
  • Lucas Molina Munerahar citereti går
    Reconozco que estoy sintonizado otras frecuencias, que me impresionan detalles que antes me habrían dejado indiferente, que me fijo en cosas que antes me pasaban desapercibidas.

    Incluso algunas banalidades radiofónicas llegan a conmoverme profundamente. Estribillos pop que adquieren un nuevo significado, que dejan de ser un entretenimiento para convertirse en letras con sentido.

    Estoy en una tienda de ropa, mientras doy una vuelta entre los expositores suena «No Regrets» de Robbie Williams. Las letras se revisten de significado:

    I don’t want to hate, but that’s all you’ve left me with.

    No regrets, they don’t work.

    No regrets now, they only hurt.

    But they tell me I’m doing fine.

    En una fiesta callejera, Gloria Gaynor canta en los altavoces: «I should have changed that stupid lock, I should have made you leave your key». Yo también le he dado mil vueltas: tendría que haber cambiado aquella puñetera cerradura, tendría que haberte pedido que me devolvieses las llaves. Palabras exactas.

    Estoy conduciendo, Cher canta un tema clásico sobre una base dance y yo me pierdo en cavilaciones filosóficas.

    Do you believe in life after love?

    ¿Crees en la vida después del amor?

    Que a mis oídos suena así: ¿crees que se puede sobrevivir a todo esto?

    No lo sé, querida amiga operada. Me gustaría pensar que sí, pero no sé qué contestar.

    Receptores anestesiados que se han vuelto activos y vigilantes, una búsqueda de significado que se extiende por doquier.
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