Belén Fernández

Cuando me despertaron para avisarme que había muerto, lo primero que hice fue aliviarme. Lo segundo fue botar la tapa.

A mi mamá no la tratan como si fuera culpable de estar enferma, ni a mí como la niña morena que va a quedar huérfana. Eso nos encanta porque nos hace olvidar que estamos en una clínica y que tenemos miedo.

Ayer descubrimos que también le dan asco el olor al jabón Le Sancy verde y el del morado, así que ahora usamos jabón Dove, yo siempre lo quise usar porque dicen que tiene un cuarto de crema humectante.

Vamos a misa con una regularidad que pronto decae, no nos sabemos las canciones y pensamos que ponernos tan cristianos es pura desesperación.

La rutina para el cuidado de mi mamá estaba tan definida que al terminar de lavar la loza quedamos todos desocupados, inútiles.

En mi casa todo era seguro. Los lunes se comía lentejas, los martes guiso de verduras con papas doradas. Los miércoles carne con algún agregado y los jueves fideos con salsa. Los viernes se hacía «el festival del concho», una dinámica que inventó mi mamá y en la que se podía sacar una porción congelada de alguna de las comidas de la semana. Juanita siempre me pedía que la invitara al festival del concho, decía que era como ir a un restorán.

Recé en mi mente dos ángel de la guarda y le pedí a dios que nunca me quitara a mi papá. Pero que jamás de los jamases se le ocurriera matar a mi mamá.

Era un lugar cálido, suavecito, al que siempre podía volver. Cuando ella murió yo nunca más sentí eso

—No —me dijo él—, los niños con mamá nos quedamos en la casa, porque ahí está todo lo que necesitamos.

En mi casa todo era seguro