Los sacerdotes y los gobernantes se conformaron con una religión legalista. Pensaban que su propia justicia era suficiente. No aceptaron la buena voluntad de Dios para con los hombres como algo independiente de ellos mismos, sino que la relacionaban con sus propios méritos, por causa de sus buenas obras. La fe que obra por amor no podía hallar cabida en la religión de los fariseos.
En cuanto a Israel, Dios declaró: “Pero fui yo el que te planté, escogiendo una vid del más puro origen, lo mejor de lo mejor. ¿Cómo te transformaste en esta vid corrupta y silvestre?” (Jer. 2:21, NTV).
“La viña del Señor Todopoderoso es el pueblo de Israel; los hombres de Judá son su huerto preferido. Él esperaba justicia, pero encontró ríos de sangre; esperaba rectitud, pero encontró gritos de angustia” (Isa. 5:7). “No han cuidado de las débiles; no se han ocupado de las enfermas ni han vendado las heridas; no salieron a buscar a las descarriadas y perdidas. En cambio, las gobernaron con mano dura y con crueldad” (Eze. 34:4, NTV).
El Salvador se alejó de los líderes judíos para conceder a otros los privilegios de los que habían abusado y la obra que habían descuidado. La gloria de Dios debía ser revelada, su Reino debía ser establecido. Los discípulos fueron llamados a hacer la tarea que los líderes judíos no habían hecho.