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Jean Paul Sartre

  • Alfred Rodriguezhar citeretsidste år
    Creo que soy yo quien ha cambiado; es la solución más simple. También la más desagradable. Pero debo reconocer que estoy sujeto a estas súbitas transformaciones. Lo que pasa es que rara vez pienso; entonces sin darme cuenta, se acumula en mí una multitud de pequeñas metamorfosis, y un buen día se produce una verdadera revolución.
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    Si no me equivoco, si todos los signos que se acumulan son precursores de una nueva conmoción en mi vida, bueno, tengo miedo. No es que mi vida sea rica, ni densa, ni preciosa.

    Pero tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mí, ¿y arrastrarme a dónde?
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    La cosa se desliza en mí más o menos rápido; no fijo nada, la dejo correr. La mayor parte del tiempo, al no unirse a palabras, mis pensamientos quedan en nieblas. Dibujan formas vagas y agradables, se disipan; enseguida los olvido.
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    que vive solo ni siquiera sabe qué es contar; lo verosímil desaparece al mismo tiempo que los amigos. También deja correr los acontecimientos; ve surgir bruscamente gentes que hablan y se van; se sumerge en historias sin pies ni cabeza; sería un execrable testigo.
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    Todo esto no es muy nuevo; nunca he negado estas emociones inofensivas; al contrario. Para
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    Todo esto no es muy nuevo; nunca he negado estas emociones inofensivas; al contrario. Para sentirlas basta estar un poquitito solo, justo lo necesario para desembarazarse de la verosimilitud en el momento oportuno. Pero me quedaba cerca de las gentes, en la superficie de la soledad, decidido a refugiarme, en caso de alarma, en medio de ellas; en el fondo era hasta entonces un aficionado.
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    Me gustaba tanto el cielo de ayer, un cielo estrecho, negro de lluvia, que se apretaba contra los vidrios como un rostro ridículo y conmovedor.
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    perfecto para volver sobre uno mismo: las frías claridades que el sol proyecta, como un juicio sin indulgencia, sobre las criaturas, entran en mí por los ojos; me ilumina por dentro una luz empobrecedora. Me bastarían quince minutos, estoy seguro, para llegar al supremo hastío de mí mismo.
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    En la pared hay un agujero blanco, el espejo. Es una trampa. Sé que voy a dejarme atrapar. Ya está. La cosa gris acaba de aparecer en el espejo. Me acerco y la miro; ya no puedo irme.
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    Es el reflejo de mi rostro. A menudo en estos días perdidos, me quedo contemplándolo. No comprendo nada en este rostro. Los de los otros tienen un sentido. El mío, no. Ni siquiera puedo decidir si es lindo o feo. Pienso que es feo, porque me lo han dicho. Pero no me sorprende. En el fondo, a mí mismo me choca que puedan atribuirle cualidades de ese tipo, como si llamaran lindo o feo a un montón de tierra o a un bloque de piedra.
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