Don Vicente Guimerá

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    Y si el maestro Ned Land no tuvo que arrepentirse por su glotonería en tal circunstancia, fue porque la ostra es el único alimento que no provoca nunca indigestiones. En efecto, son necesarias no menos de dieciséis docenas de esos moluscos acéfalos para dar los trescientos quince gramos de sustancia azoada que requiere la alimentación de un solo hombre.
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    Son coralíferas: un levantamiento lento, pero continuo, provocado por el trabajo de los pólipos, las unirá un día unas con otras. Luego, esta. nueva isla se soldará más tarde con los archipiélagos vecinos, de modo que un quinto continente ha de extenderse desde Nueva Zelandia y Nueva Caledonia hasta las Marquesas. El día que en presencia del capitán Nemo desarrollé esta -teoría, me respondió fríamente:

    -¡Lo que necesita la tierra no son nuevos continentes, sino hombres nuevos!
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    -Acierta usted, señor profesor, me dijo después de unos instantes de silencio. Es un mundo aparte. Tan ajeno a la tierra como los planetas que acompañan a este globo alrededor del Sol y nadie conocerá jamás los trabajos de los sabios de Saturno o de Júpiter. Sin embargo, ya que acaso ha ligado nuestras vidas, puedo comunicarle el resultado de mis observaciones.
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    El Nautilus se mecía en un lecho fosforescente, que en medio de aquella oscuridad parecía más deslumbrante. Lo producían miríadas de animales luminosos, cuyo fulgor se acrecentaba al rozar con el casco metálico. Yo sorprendía entonces unos relámpagos en medio de las capas luminosas, como si fueran coladas de plomo fundido en un horno ardiente, o masas metálicas llevadas hasta el rojo blanco, de tal manera que, por oposición, ciertas porciones luminosas hacían sombra en el medio ígneo, donde toda sombra debía estar desterrada. ¡No, ya no era la irradiación serena de nuestra iluminación habitual! ¡Había allí insólitos vigor y movimiento! ¡Era una luz que parecía viviente!
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    Como verdaderos caracoles nos habíamos acostumbrado a nuestro caparazón, y yo os afirmo que resulta muy fácil convertirse en perfecto caracol.
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    -Sí, dije, es un triste oficio, ¡y no sirve más que para la satisfacción de algunos caprichos de la moda! Pero, dígame, capitán, ¿qué cantidad de ostras puede pescar una barca en una jornada?

    -Alrededor de cuarenta o cincuenta mil. Se dice que en 1814 el gobierno inglés, dedicado a la pesca por su propia cuenta, obtuvo que sus buceadores en veinte días de trabajo extrajeran setenta y seis millones de ostras.

    -¿Por lo menos, pregunté, los buceadores serán suficientemente retribuidos?

    -Apenas, señor profesor. En Panamá no ganan más que un dólar por semana. Frecuentemente perciben un centavo por cada ostra que contenga una perla, ¡y son tantas las que no las tienen!

    -¡Un centavo para estas pobres gentes que enriquecen a sus patronos! ¡Es cosa indignante!
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    El capitán Nemo me indicó con la mano este amontonamiento prodigioso de ostras, y comprendí que la mina era verdaderamente inagotable, pues la fuerza creadora de la naturaleza triunfa del instinto destructor del hombre.
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    -¡Ese hindú, señor profesor, es un habitante del país de los oprimidos, y yo pertenezco a él todavía y, hasta mi último suspiro perteneceré al mismo país!
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    Aquí el capitán Nemo venía sin duda a recoger, según sus necesidades, los millones que servían de lastre al Nautilus. Para él, sólo para él, América había entregado sus metales preciosos. ¡Era el heredero directo y único de todos estos tesoros arrancados a los aztecas, a los vencidos de Hernán Cortés!
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    -¿Cómo así, Consejo?
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