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Didier Eribon

  • Antonella Contihar citeretsidste år
    Encontrar esa “comarca de mí mismo”, como diría Genet, de la que tanto había buscado evadirme: un espacio social del que me había distanciado, un espacio mental contra el cual me había construido, pero que no por eso constituía una parte menos esencial de mi ser.
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    los rastros de lo que uno fue en su infancia, la manera de socializar, perduran incluso cuando las condiciones en las que se vive en la edad adulta han cambiado, incluso cuando se ha deseado alejarse de ese pasado. En consecuencia, el regreso al medio del que uno viene —y del que uno salió, en todos los sentidos
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    del término— siempre es un regreso sobre sí mismo y un regreso a sí mismo, un reencuentro con uno mismo que se ha conservado tanto como se lo ha negado
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    . En tales circunstancias, aflora a la conciencia aquello de lo que uno quisiera creerse liberado, aunque se lo sabe estructurante de nuestra personalidad, a saber, el malestar que produce pertenecer a dos mundos diferentes, separados uno del otro por tanta distancia que parecen irreconciliables, pero que, sin embargo, coexisten en todo lo que uno es
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    una melancolía vinculada al “habitus clivé
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    resulta vertiginoso ver hasta qué punto los cuerpos fotografiados en el pasado, quizá más aún que los que están en acción y en situación frente a nosotros, se presentan de inmediato ante nuestros ojos como cuerpos sociales, cuerpos de clase. También resulta vertiginoso constatar hasta qué punto la fotografía como “recuerdo”, al retrotraer a un individuo —a mí, en este caso— a su pasado familiar, lo sitúa en su pasado social.
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    sitúa en una historia y geografía colectivas (como si la genealogía individual fuese inseparable de una arqueología o topología sociales que cada uno lleva dentro de sí, como una de sus verdades más profundas, si no la más consciente).
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    La manera en que la esfera de lo privado, e incluso de lo íntimo, resurge en viejos negativos nos reinscribe en el compartimiento del mundo social del que venimos, en sitios marcados por la pertenencia de clase, en una topografía donde lo que parece corresponder a las relaciones más profundamente personales nos
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    “¿Por qué yo, que escribí tanto sobre los mecanismos de dominación, nunca escribí sobre la dominación social?”. Y también: “¿Por qué yo, que le otorgué tanta importancia al sentimiento de vergüenza en los procesos de sometimiento y subjetivación, no escribí casi nada sobre la vergüenza social?”
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    Cuando volví a Reims, me vi confrontado con esta pregunta, insistente y rechazada (al menos ampliamente rechazada tanto en mis escritos como en mi vida): tomando como punto de partida de mi razonamiento teórico —e instalando pues como marco para pensarme a mí mismo, pensar mi pasado y mi presente— la idea, aparentemente evidente, de que la ruptura total con mi familia podía explicarse a través de mi homosexualidad, a través de la homofobia innata de mi padre y del medio en el que había vivido, ¿no me estaba dando, al mismo tiempo —y tan profundamente verdaderas como fue posible—, nobles e incontestables razones para no pensar que también se trataba de una ruptura de clase con mi entorno de origen?
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