Con ingenuidad, a muchos exiliados en México se les dio por pensar que seguían siendo, pese a todo, los mejores del mundo y entonces no supieron mezclarse o fundirse en la población –vecinos, colegas, o lo que fuere– y persistieron en mantener rasgos muy nacionales, gesticulaciones muy propias que solían provocar vergüenza ajena en aquellos que por miedo o timidez habían optado por hacerse lo menos evidentes posible.