Esa era mi vida y todo se jodió. Había una economía en esas cosas, incluso en la administración de las situaciones dolorosas, como el divorcio. Hasta el fracaso formaba parte de lo admisible. El fracaso laboral, el fracaso amoroso, cosas que no eran motivo de condena porque al final, con el debido entrenamiento, uno acababa superando el fracaso conservándose en el interior del fracaso, como hacen las aceitunas viejas en el vinagre, dejando pasar el tiempo en la barra del bar, rumiando y desrumiando frases hechas junto a algún veterano de otro naufragio que, con suerte, le daría consejos sabios sobre cómo racionar el dinero del subsidio estatal, a media máquina, para seguir cultivando todos los vicios en medio de la pobreza