Franco Nembrini

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dice el gran Woody Allen: «Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo no gozo de buena salud».
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El escritor Indro Montanelli escribía al cardenal Martini en el periódico italiano Corriere della Sera: «Lo confieso, nunca he vivido ni vivo ahora la falta de fe con desesperación; pero siempre la he percibido y la percibo como una profunda injusticia, que ahora que me encuentro en la recta final, le deja a mi vida sin sentido. Si debo cerrar mis ojos sin saber de dónde vengo, adónde voy y qué he venido a hacer aquí, lo mismo no valía la pena haberlos abierto». Con ochenta años un hombre como Indro Montanelli llega a decir: si venir al mundo supone no saber de dónde venimos y adónde vamos, es decir, no saber cuáles son las razones verdaderas por las que merece la pena vivir, habría sido mejor no haber nacido. Es la fórmula sintética del terrible cinismo que respiran nuestros hijos en el colegio y a menudo también en casa, y desde luego en la televisión o incluso en las bromas de los amigos. Tienen que lidiar con un mundo así. ¡Tenemos que oponernos con todas nuestras fuerzas a este cinismo!
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Mi primer hijo tendría 4 o 5 años, era así de alto (¿sabéis esa altura en la que de pie al lado de la mesa sólo le ves los ojos?). Pues eso, imagináoslo así. Yo estaba corrigiendo redacciones, el gran calvario de los profesores de italiano, y me acuerdo que al cabo de un rato me di cuenta de que mi hijo estaba ahí. No le había oído llegar, no sabía cuánto tiempo llevaba allí; había llegado y ahí estaba tranquilamente observando a su padre mientras trabajaba. A través de esa mirada, ese día, me pareció entender de golpe qué era la educación. Porque ese día mi hijo se había acercado a mí sin manifestar una necesidad concreta; no quería pedirme agua, algo de comer, que le llevase a la cama, que le vistiese: estaba ahí mirándome. Al mirarle, me transmitía una pregunta; leí en su mirada una pregunta absolutamente radical; era como si mi hijo me estuviese diciendo: «Papá, asegúrame que merece la pena haber venido al mundo. Dime que merecía la pena traerme al mundo. Dime cuál es la esperanza que tienes, por qué te levantas por la mañana y te vas a la cama por la noche. ¿Por qué el esfuerzo de vivir, la muerte, el dolor, la fidelidad, el sacrificio? Dime cuál es la verdadera razón por la que me has traído al mundo, para que yo pueda llevar el peso de la vida con dignidad, con esperanza y con fortaleza. Acompáñame en esto: es lo único que te pido».
Desde aquel día no he vuelto a entrar en una clase, ni a cruzar la mirada con mis alumnos sin sentir que me dirigen esta pregunta: «Profesor, ¿pero qué hace usted en este mundo?».
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