Guillermo Arriaga

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    Héctor gozaba de los abucheos de los espectadores, que salieran asqueados, que lo insultaran. Cumplía a cabalidad con el cliché de «escandalizar a la burguesía y darle su merecido». En realidad el burgués era él. Heredero de una fortuna construida sobre la inhumana explotación de cientos de trabajadores en minas carboníferas, jamás cuestionó el dolor y la miseria que causaban sus empresas. Al morir sus padres no se desprendió de ellas y siguió manejándolas desde el consejo de administración que presidía. Sus películas eran financiadas por decenas de rostros anónimos, ennegrecidos por el carbón y con los pulmones anquilosados por años de respirar el infame polvo de las minas. «Black lungs matter», le espetó un periodista en una rueda de prensa para provocarlo parafraseando el famoso «black lives matter». Héctor mandó echarlo de la sala y lo descalificó con rapidez. «Otro imbécil pagado por mis enemigos. Seguro lo envió…» y sin reparos soltaba el nombre de algún crítico o colega que repudiaba su obra.
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    Un terreno rústico de veinte hectáreas sobre el que, claro está, construyeron una casa diseñada por un arquitecto ganador del premio Pritzker y cuyos espacios fueron decorados por Ten Rainbows, la afamada compañía de interiorismo neoyorkina. Cada rincón estaba cuidado al extremo. Doce trabajadores laboraban en la finca para mantenerla impecable. «Hasta a su terrenito le hacen manicure», bromeaba Klaus.
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    No sabes lo que daría por cambiar el rumbo de la historia y evitar que los míos sufrieran como sufrieron», solías decir. Ya que no era posible cambiar el orden de los acontecimientos, te obcecaste en narrarlos desde un punto de vista más justo y más igualitario. Reescribirlos, nos dijiste, se convirtió en tu proyecto vital. Por eso leías libros de Historia con tal ardor, para saciar tu obsesión de pasado, para nunca olvidar. La escuela era para ti un santuario. «En la educación se encuentran las llaves», solías aleccionarnos. Tu padre les planteó a ti y a tus hermanos que estudiar era la única salida. Él que jamás supo leer y escribir. Él, que apenas sabía una docena de palabras en español. Para motivarlos les ponía de ejemplo a Juárez, «un indio como nosotros que llegó a presidente». No es que tu padre creyera que pudieran ser presidentes, ni que llegarían lejos, solo deseaba que escaparan de ahí. De la sierra, de la miseria, del hambre, de la casa construida con lodo y ramas, del fogón humeante, de los tacos bañados con el aceite en el que alguna vez frieron carne de venado, de los zapatos usados por otros niños y que pasaron a otros niños y luego a otros hasta que llegaron a ustedes. Zapatos que les apretaban y les sacaban ampollas y que tu padre impedía que dejaran de calzar porque sin zapatos ningún indio podía llegar a ser alguien. Los ingenieros, los abogados, los maestros no calzaban huaraches.
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    Orson Welles que declaró: «La vida es más importante que el cine».
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    Eso le dijo el boss de bosses, cuando lo fue a ver al día siguiente que salió del hospital. «Mira, mi rey azteca», le dijo el Máquinas, «el boss boss quiere verte y pues si dice que quiere verte, es que quiere verte. ¿Entiendes? Él no bullshitea ni se anda con rollos. Es buena ley
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    Un día, borracho después de beber tu pulque sagrado, nos dijiste a tus tres hijos que te habías casado con nuestra madre porque te gustaba ver cómo tus dedos cobrizos entraban dentro de su vulva rosada. El indio revirtiendo la Conquista. No se trataba ya de Cortés violando a la Malinche, sino de un indio mancillando a la blanquita. Qué placer te daba tu personalísima manera de revertir la historia.
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    Y así como nutriste su condición de niño pródigo, alimentaste su odio de verdugo.
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    Cuando finalicé mi queja, Almeida me animó como solo él sabía hacerlo. Fue hacia una videocasetera e introdujo un VHS. «¿Conoces el trabajo de William Forsythe o el de Mats Ek?». Negué con la cabeza. Ni idea. Oprimió el botón de play y en la pantalla del televisor empezaron a sucederse las imágenes que cambiaron para siempre mi idea de la danza. Las coreografías Artifact, de Forsythe, y Journey, de Ek, me dejaron anonadada.
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    Forsythe y Ek, sino de Pina Bausch, Maurice Béjart, John Neumeier. Con entusiasmo boricua, Cecilia nos empujaba a encontrar estilos propios, a improvisar, a refrescar nuestros movimientos.
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    . «Huelan, saboreen, sientan. La danza debe apelar a todos los sentidos. Tropiecen, fallen, sean torpes. Contradigan, choquen». Si equivocaba el paso, Lucien no me corregía, ni me hacía repetirlo hasta afinarlo. «
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