María José Navia

La familia es una máquina de
producir ficción sobre sí misma.

el deseo se confundía con el dolor, tan fácil. Y ella se había vuelto adicta a ese despegarse del mundo, a que la quisiera alguien que jamás pensó que se fijaría en ella y su mirada siempre en el suelo, el pelo tapándole la cara. A que él la viera. A que él le hiciera preguntas, le tomara fotos, la grabara mientras se tocaba y salía de ella ese grito que la abría y que se convertía en sonrisa, en una nueva forma de rendirse. De apagarse.

Quién sabe por qué decidimos querer a quien queremos y a quien dejamos que nos haga daño.

Leer es dejarse invadir, leer es también perderse

suyo no es un alma caritativa sino una verdadera adicción que se disfraza de otra cosa. No puede vivir sin ayudar. Se quitaría uno a uno todos sus órganos para volver a armar las vidas fragmentadas de los demás

El contacto de emergencia era una ficción, una posibilidad remota, pero que a Sofía le quedaba molestando como una mugre en el ojo

Que ya tengo daños irreparables en los ojos. Que siguen haciéndome exámenes, buscando más indicios. Que, según las estadísticas, es probable que me muera de un ataque cardíaco o de fallas al riñón.

Ya me conozco de memoria los sonidos de la casa. El zumbido de los electrodomésticos, el tic-tac del reloj de la cocina; los pasos de mi papá bajando las escaleras para irse a la clínica. La respiración de la abuela, su tos, y el miedo que nos envuelve a todos cuando el silencio es total. No les gusta dejarme sola con ella, pero a mí no me importa.

Junto a la cama hay un enorme tubo de oxígeno. Si no se mira con mucha atención, se puede confundir con una nave espacial. Es de color plateado y, cuando le pega el sol, el reflejo apenas deja ver. Todo se llena de luz. A veces lo tapo con toallas o pañuelos y mi papá bromea diciendo que parece un campamento gitano, rodeadas de tantos chales

El que guarda siempre tiene, decía mi papá a veces (y el que no, siempre tiene..