Juan Antonio Méndez

  • Marcela Alvear R.har citeretfor 8 måneder siden
    : la envidia es el único de los siete pecados capitales que nadie está dispuesto a admiti
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    admitir, el más ambiguo y el más obsceno, entendiendo por obsceno, precisamente, lo que se considera indecente y que, por tanto, no puede mostrarse.
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    Pero, dado que anida en el corazón, no en el cerebro, no existe grado alguno de inteligencia que sirva de protección contra ese mal.
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    No es ninguna casualidad el hecho de que la mirada tenga tanto que ver con la envidia, tal y como confirma la misma etimología de la palabra: in-videre quiere decir, precisamente, mirar mal, mirar de reojo, de través.
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    El «mordisco» de la envidia, como lo llama Francesco Alberoni en Los envidiosos, ese espasmo doloroso que a nuestro pesar nos atenaza, a la vista de alguien que tiene lo que nosotros no tenemos y que deseamos, es producto del vértigo de la carencia, de la pérdida: la belleza de la amiga que colecciona conquistas, la casa lujosa del vecino, la mayor popularidad del propio alumno, la promoción profesional de un colega, la riqueza de un pariente, se convierten en ataques dirigidos a nuestro propio ser, de los cuales, aunque solo sea por un instante, percibimos el fallo, la derrota, la caída.
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    En evidente sintonía con la aguda observación de Scheler, Salvator Natoli, en su Diccionario de los vicios y de las virtudes, ha definido eficazmente la envidia como «el tormento de la impotencia».
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    Se dice que la envidia es una especie de inversión especular de la soberbia: cuando nuestro ilimitado deseo sufre una frustración, cuando, como decíamos, choca con el límite, entonces se cae, se precipita como Lucifer en la degradación de la derrota: el poder se convierte en impotencia, la sensación de superioridad se convierte en sensación de inferioridad, el orgullo se transforma en rencor; la confianza en la propia valía, en fracaso; y de la impotencia nace inexorable el impulso envidioso.
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    Si un joven escritor escribe un libro que tiene más éxito que el mío o gana un premio literario al que yo secretamente aspiraba, eso supone para mí lo que los psicoanalistas llaman una herida narcisista.
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    En definitiva, en la comparación anida el germen de la envidia. Y esto es un buen problema porque la comparación es una estructura básica de la socialidad.
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    En primer lugar, cuando la comparación tiene lugar en un terreno que nos resulta caro y al que apuntamos en la construcción de nuestra identidad.
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