Pablo Alabarces

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    El futbol latinoamericano no existe como narrativa unificada, como desarrollo homogéneo, como modo de jugarlo o de mirarlo, ni siquiera como origen común —y, mucho menos, como destino—
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    el futbol europeo despliega su hegemonía deportiva, la condición de deporte más popular, en todo su continente. El futbol latinoamericano compite, y no siempre con ventaja, con el beisbol fundamentalmente caribeño, pero también mexicano y venezolano.
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    En todos los casos locales se produce una secuencia fija, que analizaremos: el futbol aparece —es incorporado, importado, trasplantado, aculturado— como deporte de élites, y en un momento —a lo largo de un proceso— se transforma en popular, no sólo en el sentido de su impacto como práctica y espectáculo de masas, sino en el de una práctica especialmente marcada por su apropiación por las clases populares —con más precisión: por los hombres de las clases populares—.
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    Pero nos queda una quinta historia, más tramada con las últimas que con las primeras: es la historia de los héroes deportivos, casi todos ellos —las excepciones son mínimas— provenientes de esas clases populares que se adueñan de la práctica (no de la administración, como fue dicho) desde comienzos del siglo XX
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    El futbol latinoamericano, aceptando provisionalmente que podamos postularlo, tiene una galería de grandes héroes, con repercusiones más locales o más internacionales, hasta la aparición de sus estrellas globales. Hacer su historia no es sólo la de sus hazañas o récords, sino —muy especialmente— la del modo como repercutieron en las narrativas populares extrafutbolísticas: el relato del ascenso social, del éxito económico, de la fidelidad a los orígenes, de la decadencia y la pobreza o el olvido.
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    Las primeras (con ejemplos como West Ham, el Arsenal o el Manchester United), porque el futbol permitía la creación simultánea de sentimientos de solidaridad entre sus obreros y a la vez de orgullo por la empresa; las segundas (cuyos ejemplos más tradicionales son clubes como el Aston Villa o el Bolton Wanderers), porque los religiosos veían en el deporte un modo de sustraer a los obreros de distracciones poco santificadoras —el alcohol, antes que nada, pero también la sexualidad— mediante la convocatoria a prácticas tan atractivas como el futbol
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    de una situación de hegemonía cultural, en la que el futbol aparece como una práctica atractiva organizada por el prestigio del sistema escolar británico para la formación de las élites, y luego se difunde y populariza siguiendo el mismo modelo:
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    Lo cierto es que los deportes modernos no pueden ser vistos como instrumentos de represión política y económica, ni imperial, como estamos argumentando, ni local, como trataremos de demostrar.
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    Guttmann señala que, en el campo deportivo, los dominados pueden vencer finalmente a los dominantes: más aún, que sólo en el campo deportivo es posible esa inversión. Por ello, no podemos afirmar que los deportes se inventaron e implantaron para recibir victorias falsas por parte de los viejos dominados o colonizados. Lo que los inventores y difusores del deporte moderno nunca tuvieron en consideración fue que, junto a sus posibilidades disciplinadoras —para formar buenos ciudadanos con mentes sanas en cuerpos sanos—, el deporte tuviera posibilidades indisciplinadoras: la derrota del maestro, entre ellas. Y también, lo que será un foco importante de nuestra historia, los deportes demostraron, rápidamente, posibilidades narrativas: no sólo como objeto de la prensa popular —que lo fueron, largamente— sino por su capacidad para crear y soportar relatos de identidad, local o nacional
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    ambién, al ser tan buenos para narrar las identidades, los deportes pudieron ser grandes auxiliares para marcar barreras étnicas, religiosas o raciales, lo que nos obliga a analizar el rol de los afroamericanos o las poblaciones originarias en el futbol moderno latinoamericano, o la presunta “Guerra del Futbol” entre Honduras y El Salvador en 1969.
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