Mónica Rodríguez

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    Miranda estaba escondida en el bosque de sus padres. Lina y Daniel le habían hecho una cabaña en el mismo castaño robusto tras el que crecía el avellano que había plantado su madre y que fue testigo de su primer encuentro. Allí vivía rodeada de árboles. Comía setas, frutas silvestres y los dulces que elaboraba su madre con la ayuda de Fernanda.
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    Así fue transcurriendo el tiempo, escondida entre los castaños del padre, secreta y rara, como la flor que imaginó el escritor del Libro de la memoria durante la escapada del azaroso juicio.
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    Avanzaban las manos en las manos y conversaban en susurros para deleite de los árboles
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    Si bien no era cierta aquella afirmación, pues las semillas no esconden sentimiento alguno (que se sepa) y todo era debido al exceso de pepitas, abono y celo de don Aurelio, tampoco se puede asegurar que aquello fuera mentira del todo o que siendo verdad a medias no escondiera el deseo de las semillas, en caso de que lo tuvieran.
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    Nada. Como si lo que aquí se ha contado nunca hubiera sucedido.
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    En cada semilla vive un árbol genealógico que despliega raíces milenarias y que también es una posibilidad, es como decir: “dame una semilla y crearé un mundo”.
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    —Y esto puede ser que haya sido así o puede que no.
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    Ya has encontrado a tu abuela.

    —¿Dónde?

    —En sus cuentos
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    —No sabemos quién es, no sabemos si existe. Pero no nos importa. A nosotros, que vivimos felices y tranquilos, no nos importa qué pasa después de muertos, porque cuando la muerte llega a la vida, la vida ya no está. Nosotros ya no estamos. Para qué preocuparnos.

    —Además —añadió un hombre muy huesudo y de bigote pequeño—, nuestra inteligencia no es capaz de entenderlo. Nunca podremos saber si Dios existe. Entonces para qué preocuparnos.

    —En lugar de preocuparnos, nosotros bailamos —añadió la mujer grande.
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    Le pareció que aunque el mundo era muy grande, las cosas importantes eran las mismas en todos lados. ¿
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