todo gran escritor, al narrar un crimen, preserva su mundo más genuino.
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su cuerpo menudo parecía gracioso, ágil y correcto, como el cuerpo de una anguila eléctrica, pero en conjunto… En fin, mi gusto es lo de menos
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Puede usted juzgarnos con toda la severidad que cabe esperar de una persona a la que nosotros… ¡a la que el destino le ha arrebatado la felicidad!
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–No me diga que está usted enfermo –dijo Grojolski.
–Pues sí… parece que está todo aquí dentro como… alterado…
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Se diría que nuevas esperanzas y nuevos deseos tendrían que bullir en el hombre cuando en la naturaleza todo aparece renovado, joven, fresco… Pero al ser humano le cuesta mucho resucitar.
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Con todo, sí se le podía dar la enhorabuena por una novedad. En su interior crecía un gusano. El gusano de la añoranza. Sentía una gran añoranza, añoranza de su hijo, de su vida pasada, de su alegría.
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–¡Iván Petróvich! –dijo Grojolski con voz de agonizante–. Lo he visto y lo he oído todo… No ha sido nada honroso por su parte, pero tampoco le culpo. También usted la ama.
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La gente no muere de felicidad, tampoco muere de tristeza.
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Protagonista de la primera novela –titulada precisamente Rudin (1856)– de Iván S. Turguénev; el personaje de Dmitri Nikoláievich Rudin es un clásico ejemplo del «hombre superfluo», el héroe atrapado entre su talento y su incapacidad para la acción, que tanto abunda en la literatura rusa del siglo XIX.
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Yegórushka se encontraba en un estado de total inconsciencia y colgaba de los brazos del «mozo» como un ganso recién degollado camino de la cocina.
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