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César Miguel Rondón

  • Victor Avilés Velazquezhar citeretfor 6 måneder siden
    Es preciso recordar, para que se entienda esta paradoja, que a pesar de los diversos bloqueos políticos y comerciales a que fue sometida –y cuyas consecuencias para la música del Caribe muy bien valora el autor de este libro– la Cuba de los sesenta estuvo en el centro de la actividad cultural latinoamericana y vivió el entusiasmo del boom de la nueva novela latinoamericana, leyendo, todavía calientes, las novelas de García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa, mientras se disfrutaba de los nuevos aires del teatro (incluida la moda del teatro de creación colectiva), y se realizaban esplendorosas exposiciones con lo mejor de la plástica latinoamericana de entonces, mientras figuras artísticas de primer orden pasaban por La Habana y daban fe de su entusiasmo por el joven proceso revolucionario. Pero en la Cuba de los setenta ese proceso sufrió un giro brusco y radical. Férreamente politizada en la esfera cultural y social, la difusión de la actividad artística del continente y del mundo se vio tamizada durante esos años por intereses políticos más evidentes y exigentes, y sucedió que precisamente en la tierra que había dado origen al son, al danzón, a la rumba, al mambo y al chachachá, donde habían nacido tantos músicos que ni siquiera vale la pena ahora mencionarlos (¿una muestra?: Benny Moré, Arsenio Rodríguez, Ignacio Piñeiro, Miguel Matamoros, Dámaso Pérez Prado, Chano Pozo, Celia Cruz, Mario Bauzá, Orestes y Cachao López, Miguelito Valdés… y no sigo, no acabaría nunca), se llenó de sonidos de quenas y tamboritos andinos en un intento oficializante de “latinoamericanizarnos” a marchas forzadas, mientras que en los cines se programaban hasta el cansancio películas soviéticas, rumanas y polacas, y a las librerías llegaban autores búlgaros y de otras geografías del realismo socialista de cuyos nombres no consigo siquiera acordarme.
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    cansancio películas soviéticas, rumanas y polacas, y a las librerías llegaban autores búlgaros y de otras geografías del realismo socialista de cuyos nombres no consigo siquiera acordarme
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    Venía de largas temporadas en el Hotel Concord y tenía la habilidad de agradarle a todos los públicos: era Machito y sus Afrocubans, una orquesta que ya en plena explosión del be-bop se había dado el lujo de matrimoniar los ritmos de Cuba con las armonías y giros del jazz de vanguardia, el famoso y mal llamado “jazz latino”, creación directa de Mario Bauzá, director musical del Afrocuban y, como él mismo lo dice, “padre de la criatura”.
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    los Afrocubans de Machito.
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    la Orquesta de Tito Puente,
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    Orquesta Aragón de Cienfuegos.
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    En la década de los cincuenta, Cuba seguía siendo el centro de la música caribeña; es cierto que Nueva York, a partir de los inteligentes matrimonios jazzísticos, se había apartado un poco de la primera influencia cubana, pero también es cierto que el toque último seguía proviniendo de la isla. Puerto Rico y Venezuela, con las respectivas particularidades de cada caso, serían un buen ejemplo de ello: el norte único era emular el sonido y el sabor cubanos y la meta definitiva superarlos. Cualquier otra alternativa se descartaba de antemano. Y es que Cuba, viviendo de la farra batistiana, permitía el cultivo de las más diversas manifestaciones y estilos. La influencia de las charangas de la década anterior –Melodía del 40, La Ideal, Belisario López y, fundamentalmente, Antonio Arcaño y sus Maravillas– se prolongaba ahora en la euforia que había desatado Enrique Jorrín, violinista y director de la Orquesta América, con su nuevo ritmo del chachachá, que encontraría su plenitud en José Fajardo y sus Estrellas y, sobre todo, en la extraordinaria e importantísima Orquesta Aragón de Cienfuegos. Asimismo, la rumba blanda y débil, “hecha para los blanquitos”, seguía teniendo sus representantes en los Havana Cuban Boys de Armando Oréfiche y en la menos sofisticada, pero más efectiva, Casino de la Playa, que ganaba mucha de su virtud en la extraordinaria voz de Miguelito Valdez. Por otra parte, los estilos jaz­zísticos, ya perfectamente cubanizados (sobre todo porque asumían como primera influencia al Pérez Prado que logró la gloria en el México de los cuarenta y no al Machito que en los mismos años tocaba para los judíos de Nueva York), se oían en orquestas como las de Armando Romeu y Bebo Valdés, este último creador del ritmo batanga que después se le atribuiría a Benny Moré. El bolero, mientras tanto, adquiría niveles de considerable importancia en ese nuevo estilo que se conoció como feeling, cultivado con profusión por compositores como César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Luis Yánez, el dúo de Piloto y Vera, en fin. Y el son, el molde fundamental que dos décadas más tarde alimentaría lo mejor de la salsa caribeña, lograba la difusión necesaria en orquestas como la Sonora Matancera –en pleno reinado de la siempre impresionante Celia Cruz–, la de Chapotín –que con la voz del gran Miguelito Cuní se encargaba de prolon
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    Sonora Caracas que formara Carlos Emilio Landaeta, el famoso Pan con Queso
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    y Nueva York, que había sustituido a La Habana como centro de cultivo de toda la música caribeña, se vio sometido a miles de cambios bruscos donde todo lo que había sonado antes carecía de sentido. Si la década de los cincuenta había sido un periodo de gloria y plenitud, la de los sesenta fue todo lo contrario: la confusión fue el carácter dominante y ni siquiera la nostalgia tuvo cabida.
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    En 1963 Tito Rodríguez fue con su orquesta a Venezuela, nuevamente arrasó en los carnavales y publicó un disco titulado En Puerto Azul, donde se incluía una sabrosa versión de La pollera colorá.
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