Nicola Pugliese

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    Por las calles sólo se veía el tránsito, ahora precavido, ya no temerario, de los bomberos, los vehículos rojos circulando de aquí para allá con sus sirenas, y todo el mundo enjaulado tras el cristal de la ventana, como si guardara turno, ahora vienen aquí, ahora vienen aquí. La espera se convertía en una enfermedad agotadora, galopante, que aferraba la garganta y apretaba, apretaba.
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    En efecto, esa lenta lluvia interminable había trastocado la perspectiva de las cosas: la existencia ya no sería igual, nunca más, porque ahora la vida emergente estaba condicionada por el agua que caía, que caía, por el agua que inmovilizaba los coches en las calles, el agua que los sumideros regurgitaban y corría cuesta abajo hasta el mar, y el agua engrosaba las acometidas del mar, y las olas hinchadas batían los muelles; y también es necesario añadir que el segundo día se tomó conciencia o, mejor dicho, se empezó a comprender: quizá no era la lluvia de otros años ni de otros meses, quizá ésta de ahora venía de muy lejos.
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    Todo el mundo estaba enjaulado tras el cristal de la ventana y miraba hacia abajo y veía y adivinaba y seguía, y era larga, eterna, la procesión de agua que debía cruzar. Rebosaba el foso del Maschio Angioino, su pórtico de mármol reflejado en la sombra gris del agua, pero ese foso ya no era un escudo, no, ya nada defendía, ahora era un asedio imperceptible y angustioso, sólo eso
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    Mas eran palabras, sin duda lo eran, y voces humanas, ambiguamente humanas, que irrumpían en el exterior con insólitas contorsiones, con sollozos inextricables, sonidos apagados bajo las gotas que la lluvia traía.
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    Y sobre la ciudad esa cortina de agua, y se notaba la espera, esa espera abrumadora como una agonía de animal, viva y espesa como sangre perpetuamente derramada.
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    No era miedo, eso no, aún no, sólo una premonición triste, una sospecha enquistada en los ligamentos para engendrar un sistema distinto. ¿Y qué sistema habría podido forjar Carmela di Gennaro? ¿Qué otra vida habría vivido ella con su tabaco, con esas cajas y cajetillas escondidas bajo la cama, con ese olor a lluvia que le sube por las narices?
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    Pues no, no queridos míos, no quemaré los años que me restan entre el orden de la Prefectura y el orden de la casa y no me apetece tener las ideas en orden, ni a palos me apetece, no quiero ser juiciosa ni tener buen gusto ni portarme como una chica equilibrada y triste con la cabeza en su sitio, ¡oh, en su sitio!, y un dolor que taladra el pecho
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    También ellos llegarían de un momento a otro, la gente de Roma, para comprobar los estragos y llenarse los ojos de polvo y contar las piedras y esconder el miedo en el pecho.
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    Con esa lluvia que cae como la lluvia que cae.
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    ¡Qué obstinada es la vida en presencia de la muerte! ¡Cómo adquiere conciencia y se rebela y se yergue para decir no! Y tal vez sólo con esta presencia negra, que por lo demás se arrastra exangüe, o casi exangüe, y aún habría mucho que añadir si ahora no fuese por el sombrío e irritante presentimiento de la espera. Porque de nada vale dar vueltas y más vueltas, es del todo superfluo: aquí todos aguardamos a que suceda algo. No sabemos, no, nadie sabe, pero seguro que alguien trama algo en algún sitio. Y ocurrirá inexorablemente.
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