Diego Pereda Sancho

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    Al vencedor[9] le daré el maná escondido» (Ap 2, 17)
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    Para Agustín[11], el misterio eucarístico es tan real que insta a los cristianos a darle la adoración debida solo a Dios: «Que nadie coma la carne si antes no la ha adorado… y, si no la adoramos, estamos pecando» (Sobre los Salmos 98, 9).
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    resulta asombroso que ya en la primera generación tras la apostólica, la Iglesia tuviese que defender la realidad de la presencia de Jesús en la Eucaristía. ¿Por qué las cosas fueron tan deprisa? Sin embargo, también es cierto que la sorpresa no es tanta si recordamos que hubo discípulos de Jesús que lo abandonaron por la dureza de su doctrina. Lo importante aquí es que, en nítido contraste con los gnósticos, los Padres de la Iglesia y sus sucesores no solo creían en la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía,
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    ue nuestra familia se vuelva a reunir un día en esa tierra prometida del cielo, donde el nuevo maná nunca cesará, y donde ya no veremos a Aquel que es el verdadero pan de vida a través de un espejo, como en oscuridad, sino como Él es, cara a cara.
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    bombardeó a preguntas, una tras otra, sobre el purgatorio, los santos, el papa, la Eucaristía y, por supuesto, la Virgen María.
    Escribí sobre este encuentro en mi anterior libro, Jesús y las raíces judías de la Eucaristía,[4] en el que cuento cómo esa noche volví a casa especialmente molesto por los ataques del pastor contra la creencia católica en que el pan y el vino de la Eucaristía se convierten, de verdad, en el cuerpo y la sangre de Jesús. También explicaba cómo, mientras buscaba respuestas, abrí mi Biblia por el pasaje en el que Jesús afirma que su «carne» y su «sangre» son «verdadera comida» y «verdadera bebida» (Juan 6, 53-58); en parte por haberme topado de inmediato con este pasaje bíblico fundamental, nunca he perdido la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
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    a noción de la virginidad perpetua de María, su ausencia de pecado, su identidad como Madre de Dios, su poder intercesor y su asunción corporal a los cielos no son ideas nuevas, sino antiguas, muy antiguas. Es más: estas creencias estaban enormemente extendidas, y las defendían cristianos que vivían en Tierra Santa, en Siria, en Egipto, en Grecia, en Asia Menor, en Roma y en todas partes. En resumen, fueron indispensables para la fe cristiana primitiva.[7]
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    En palabras de Joseph Ratzinger, el futuro papa Benedicto XVI: «La imagen de María en el Nuevo Testamento está tejida completamente con hilos del Antiguo».[9]
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    encima de la reina madre (gebirah, en hebreo) solo estaba el rey, se la honraba con un trono real y ejercía de intercesora suprema ante el monarca (2 Reyes 1-2; Salmos 45).
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    i Jesús es el nuevo Adán, entonces la salvación no solo se refiere a la de los pecadores del fuego del infierno; también deshace las consecuencias de la caída de Adán y Eva. Tiene que ver con la restauración de la «rectitud» con la que fue creado Adán, y que perdió por su desobediencia (Romanos 5, 17), y con el poder de la gracia de Dios para «hacer justos» a los seres humanos (Romanos 5, 19).[14]
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    Observemos que Dios no solo creo a Adán y Eva a su «imagen y semejanza», sino que también los creó «muy bien» (tōv meōd en hebreo) (Génesis 1, 31). Como señala un reconocido estudioso del Antiguo Testamento, esta expresión hebrea significa que el hombre y la mujer fueron creados «justos» o «moralmente buenos».[16]
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