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Margery Sharp

  • Dianela Villicaña Denahar citeretsidste år
    El señor Porritt era un hombre con un firme sentido de la justicia.
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    Tiene veinte años —prosiguió el señor Porritt—. Es huérfana. La hija de la hermana de mi mujer. A veces no sé muy bien cómo manejarla.
    —Los veinte son una edad difícil.
    —No es exactamente difícil. Es más bien… —El señor Porritt frunció el ceño. Caviló, reflexionó, tanteando como había hecho tantas veces en busca de la raíz del problema. Cluny Brown era afable, voluntariosa, tan sensata como la mayoría de las muchachas…
    —¿Es guapa?
    —Corriente y moliente.
    —¿Atractiva?
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    Mi sobrina no —repuso el señor Porritt. No sabía nada de complejos, pero cualquier idea de inferioridad iba tan desencaminada que de pronto puso de manifiesto, por contraste, justo lo que estaba buscando—. El problema de la joven Cluny —añadió— es que parece no saber cuál es su lugar
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    Saber cuál es el lugar de uno era, para Arnold Porritt, el fundamento de toda vida r
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    Le diré cuál no lo es: el Ritz no lo es —contestó, y volvió a quedarse estupefacto. Pues eso era lo que la joven Cluny había hecho apenas uno o dos días antes: había ido a tomar el té al Ritz, ella sola, para ver cómo era
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    —¿Sabe? —se apresuró a decir—. Su sobrina parece de lo más encantadora. No ha de reprimirla, tiene que ayudarla a desarrollarse. Debe de tener una personalidad muy especial
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    señor Porritt recordaba un ejemplo muy notable de esto por propia experiencia: cuando la hermana de su mujer apareció con la pequeña Cluny, tras la muerte de su marido, pobre tipo, y no podían hacer otra cosa sino acogerlas y ofrecerles un hogar. Floss y él estaban de acuerdo y lo hicieron de buena gana, y la madre de Cluny se comportó en todo momento como es debido, salvo por una cosa: siempre cogía el periódico del domingo antes de que el señor Porritt terminase de leerlo. É
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    en breve se habrían embarcado en una buena conversación, enjundiosa, masculina, pero en ese momento se abrió la puerta y Addie irrumpió en la habitación. Era cuatro años menor que su marido y cinco menor que el señor Porritt, pero nadie lo habría adivinado porque no aprobaba que uno quisiera parecer joven. Aprobaba el tener un aspecto cuidado, limpio y sufrido, y eso lo conseguía con creces
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    No te lo he dicho, pero he estado hablando de Cluny con una señorita y quizá nos estamos equivocando en la manera de tratarla. A lo mejor no hay que atarla tan corto, sino animarla a tomar vuelo o algo así.
    —A Cluny no —aseguró el señor Trumper—. Quien te haya dicho eso es que no la conoce
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    La franqueza de esa mujer, justo antes de que los interrumpieran, había hecho mella en él: su actitud hacia su sobrina se había vuelto más flexible que nunca. Estaba dispuesto a hacer algo en su favor, a alterar de algún modo la sólida rutina de su vida en común si era necesario. En el fondo de su cabeza germinaba la idea de que tal vez Cluny debería aprender a escribir a máquina
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