Ito Ogawa

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    Vivía en una casita unifamiliar al pie de una pequeña montaña de la prefectura de Kanagawa. En Kamakura, para ser exactos.
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    El lugar no era como la gente suele imaginar cuando le hablas de una ciudad costera: como la casa estaba situada en la parte montañosa, la playa me quedaba relativamente lejos
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    Debería haberme sentido sola, supongo, pero es difícil cuando siempre intuyes la presencia de alguien. Al caer la noche, los alrededores quedaban envueltos por la tranquilidad propia de un pueblo fantasma.
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    Me llamo Hatoko Amemiya. El nombre lo eligió mi predecesora y significa «la niña de las palomas». Como toda la gente que haya vivido en Kamakura supondrá, me lo puso en honor a las aves del santuario sintoísta de Tsurugaoka Hachiman-gū. El primer ideograma que forma la palabra Hachiman-gū significa «ocho» y, según la tradición, está inspirado en la imagen de dos palomas acurrucadas.
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    A medida que me acercaba al edificio, con frecuencia me quedaba mirando la fachada: en lo más alto de las viejas puertas acristaladas de doble hoja se leían las palabras «papelería» y «Tsubaki», a izquierda y derecha, respectivamente. Junto a ellas crecía una enorme camelia, o tsubaki, que no solo daba nombre al establecimiento, sino que, además, custodiaba la casa. Cerca de ella había una pequeña placa de madera oscurecida por el tiempo. Hacía falta fijarse un poco, pero todavía era posible advertir los trazos del apellido Amemiya dibujados con suavidad sobre la superficie.
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    Decían que mi linaje se remontaba al período Edo (1603-1868), cuando ya trabajábamos como escribientes, algo que, siglos después, sigue sin cambiar. En aquella época éramos secretarios privados de nobles y señores, por lo que no hace falta decir que nos pagaban por escribir de forma bonita y bien. Siglos antes, durante el sogunato Kamakura (1192-1333), ya habían prestado sus servicios tres excelentes amanuenses. Más tarde, ya en el período Edo, los aposentos de las damas de palacio vieron nacer a las primeras escribientes femeninas, al servicio de la esposa y las concubinas del sogún. Se rumoreaba que una de ellas fue la precursora de esta casa.
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    En términos de lazos de sangre, mi predecesora no era mi madre, sino mi abuela, aunque no recuerdo que alguna vez me dirigiera a ella con cariño. Mientras sacaba adelante el negocio, esa mujer me crio sin necesitar ayuda de nadie
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    La generación anterior a la mía había sido la décima, lo que me convertía en la representante de la undécima, al menos desde el día en que cambié de opinión y heredé la papelería.
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    En aquella época yo todavía viajaba por el extranjero intentando huir de todo, de modo que a la vuelta me encontré con una montaña de tareas pendientes. Me encargué de ellas una por una, sin protestar, con la misma resignación con la que un buen día decides limpiar el fondo requemado de una cazuela. La parte chamuscada era ni más ni menos que todo lo relacionado con la herencia
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    En caso de que le diera la espalda a todo aquello, la papelería tendría que cerrar, alguien echaría abajo el edificio y utilizaría el solar para construir un bloque de pisos, un aparcamiento o cualquier otra cosa que diera dinero. Eso significaba que también talarían mi preciosa camelia. Había adorado ese árbol desde niña y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de que nadie le hiciera daño.
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