Pilar Quintana

Con la sabiduría que algunos años de más me han dado, ahora les puedo decir que si el amor es ciego, la esperanza y la fe son sus primos sordos y mudos.

—Maldita sea —dijo y luego gritó

lleno de rabia y lo más fuerte que pudo con una voz que le salió temblona—: ¡Rooosaaaa!

no sabía con exactitud cuánto tiempo había dormido ni hacía cuánto la había visto en el jardín. Calculaba que no podrían haber pasado más de treinta o cuarenta minutos. En ese momento la marea debía estar más alta que baja y Rosa no habría podido irse al pueblo. Lo tranquilizó saber que estaba dentro de la propiedad.
Al otro lado del estero están las primeras casuchas del pueblo y en ese momento había unos niños jugando semidesnudos en la arena. Al fondo, sobre el mar, una nube oscura amenazaba con lluvia. Lo único que se oía era la furia del mar.

camino a la quebrada no era fácil para la silla de ruedas y hacía mucho tiempo que no lo recorría. Es oscuro, en bajada y estrecho, con vegetación tupida a lado y lado. Está lleno de charcos, piedras, palos caídos, raíces gruesas que sobresalen de la tierra, desniveles, y él tenía que andar con cuidado —ni muy despacio ni muy rápido— si no quería volcarse o quedar atrancado.

Esa monja, contaba mi mamá, era ancha y bajita. El muñón de un árbol talado, la imaginaba yo, con el hábito marrón anchándose hacia abajo.

Siempre pensé que la selva eran los muertos de mi mamá. Sus muertos renacidos.

joven, de piel clara y pelo castaño, con ojos separados de pajarito.

Rebeca y Fernando, siguió contando mi mamá, tuvieron dos hijas, dos carros y dos casas.

Mi mamá puso cara de no seás tan ingenua, Claudia, y contestó con la voz baja que usaba para hablar de temas escandalosos.