Le dije que esparciría las cenizas en el jardín, que eso me iba a aliviar la culpa de no haberme muerto, de no haber sido suficiente para mantenerlo vivo, de no haberme dado cuenta de que ya no se movía y haber salido corriendo a la guardia, de no haber tomado más hierro, haber descansado más, haber presentido lo que le estaba pasando dentro de mí. Le dije también que quería hacerlo sola. No le gustó la idea y me pidió que lo pensara. Mi hijo iba a estar siempre, yo no tenía derecho a deshacerme de él.