El amor —es mucho decir—, el placer, hundido un poco en la carne, ayuda al trabajo del hombre de letras, porque aniquila los otros placeres; por ejemplo, los de la sociedad, iguales para todo el mundo. Incluso cuando ese amor acarrea desilusiones, así al menos agita también la superficie del alma que, de otro modo, permanecería inmóvil, como la del agua en un estanque. He dicho que Bergotte no salía ya de su casa. Y cuando se levantaba en su cuarto, una hora, era para envolverse con chales y capas: todo aquello con lo que uno se cubre para exponerse a un gran frío o para tomar el ferrocarril. Se excusaba de ello ante los raros amigos que dejaba penetrar hasta él, y enseñándoles sus mantas y sus frazadas, explicaba alegremente:
“‘¿Qué quiere usted?… Anaxágoras ya lo dijo: la vida es un viaje’. Iba así, enfriándose progresivamente, pequeño planeta que ofrecía una imagen anticipada del grande, cuando, poco a poco, el calor se retirará de la tierra y, después, la vida.”