Medea me cantó un corrido

Aztlán, uno de los países más peligrosos para ser hombre, joven, moreno y empobrecido.

Me di el permiso de estar ardida, porque creo que así estaba, sí, en este momento puedo verbalizarlo: estaba ardida. Me ardía el corazón, me ardía el estómago. Me ardían las emociones. Me ardía el pecho, me ardía el orgullo. Me ardía la cola de celos.

Irónicamente, mi familia, esa familia a la que antes veía como un lugar de opresión, se convirtió en mi lugar seguro contra la violencia que estaba viviendo.

Estaba harta de ser apoyo emocional, apoyo académico, apoyo económico, apoyo sexual y que me dejaran por otra, que me pusieran el cuerno, que no resolvieran, que no me cuidaran. Estaba harta. Harta de ser la mujer del proceso.

mis apellidos no eran compuestos y no había estudiado en colegios de élite, como la gran ciudad era lo más lejos que había viajado, me dejaron claro una y otra vez que la producción epistémica, la literatura y la academia no eran mis espacios

Ya no creo en la justicia, ni terrenal ni divina,

creo en la justicia de las madres.

Una vez vi a una señora, creo que psicóloga, decir en un TikTok que les digan a sus hijos que son chingones o un día va a llegar un verbeador y se los va a decir nomás para llevárselos a la mierda. Sé que suena a discurso barato, pero es verdad, carnal. El compa nos endulzó el oído y luego nos dice: ¿No quieren trabajar para mí?, es fácil. Ahorita mismo les doy un iPhone del más nuevo y mañana se salen a ruletear tal y como andan en las patinetas rayando paredes. Nomás me avisan sobre los puntos de venta de droga y las movilizaciones del gobierno, les ofrezco mil quina a la semana y todo lo que ocupen para trabajar: latas de pintura, unas tablas nuevas, unos audífonos.

Aceptamos en corto.

Normalizas matar, lo normalizas porque si está bien para tu familia, entonces está bien.

Porque en su imaginación solo existen las mujeres unidimensionales.

Plantas.

O dadas a la bondad angelical o perversas dadas a la mierda.

Pero somos ambas.

Y al mismo tiempo.

No puedo cambiar el pasado, quizá porque mi destino lo escribió la misoginia de los hombres, esa misoginia que por milenios nos escribió como emocionales.

Como malas, malísimas, malotas.

O como buenas, buenísimas.

Sin matices.

Como irracionales.