Aquellos últimos meses, cuando pensaba en ella, una cólera profunda y sorda me abrasaba el corazón y me devoraba. Desde su partida, soñaba con el día o la ocasión de cubrirla con mi odio, el día en que pudiese derramar sobre ella, sin contenerme, el asco que me inspiraba y la violencia en que se había convertido la decepción de perderla. Aquel día por fin había llegado. Mossane estaba allí, ante mí. Pero al oírla tan débil, tan resignada, no fue rabia lo que me invadió, sino una inexplicable piedad.