La más recóndita memoria de los hombres

El azar no es más que un destino que ignoramos, un destino escrito con tinta invisible.

Primera parte

Amistad − amor × literatura = ?política

Elimane ha dejado algo. Elimane no dejó nada. Elimane es real. Elimane es un mito. Me importa un comino. Quiero decir que Elimane existe en mí, con una vida más potente que ninguna, más incluso que la que él vivió realmente. O sea que sí: me importa un comino la realidad. Siempre es demasiado pobre comparada con la verdad.

Algunas estrellas se demoraban en el firmamento como si se hubieran perdido durante un peregrinaje cósmico. El espacio vacío dejado por sus compañeras ya embarcadas en otra vía del infinito les regalaba un escenario privilegiado. Centelleaban con todo su fuego antes de ser engullidas por el día. Los astros también entonan su canto del cisne, que solo los ojos pueden oír. El mundo es realmente misterioso, pensé entonces contemplando el cielo: para la luz de las estrellas, la sombra se encarna en la luz del día.

Todavía sueño frecuentemente con él, sueños embarullados o sin gran interés, pero también otros sueños donde hablamos largamente. Sueños significativos, premonitorios, que me dicen o me muestran algo. Sueños eróticos también, a veces a dos, él y yo, pero más a menudo a tres, con la poeta haitiana, sueños de una potencia y de una intensidad espantosas, de donde emerjo siempre temblando, casi muerta. Pero después de aquel viaje a Buenos Aires, le dije adiós. Lo acojo cuando vuelve a mí. Pero no lo busco.

Siempre condujo muy rápido. Te acuerdas de lo que decía: ¿para qué quieres un coche si no disfrutas de los excesos y los vértigos de la velocidad? Su coche dio un bandazo en aquella carretera argentina. Murió en el acto. Sus amigos me avisaron. En el momento de su muerte, la poeta tenía mi manuscrito entre sus efectos personales, donde estaban anotadas mis señas. Así fue como lo supe. Unas horas después de haberme enterado de la muerte de la poeta haitiana, mientras me marchitaba de pena en mi habitación, recibí una primera respuesta positiva y entusiasta a mi manuscrito. Rompí aquella carta en pedazos. Detesté mi manuscrito. Detesté aquella coincidencia de la desgracia absoluta con una razón para estar contenta. Quise morirme, pero ya no tenía ni fuerzas. Escribir casi me había matado ya. La muerte de Denise, y la de la poeta sobre todo, me habían matado ya.

Me abrazó, y las últimas palabras que me dirigió fueron maravillosas palabras de amistad y de amor, porque era el sentimiento que nos unía, el equilibrio más perfecto entre la amistad y el amor.

Entonces ¿cuál es esta patria? Tú la conoces: evidentemente, es la patria de los libros: los libros leídos y amados, los libros leídos y despreciados, los libros que soñamos con escribir, los libros insignificantes que hemos olvidado y que ya no sabemos siquiera si llegamos a abrir alguna vez, los libros que fingimos haber leído, los libros que no leeremos nunca pero de los que no nos separaríamos por nada del mundo, los libros que esperan su hora en una noche paciente, antes del crepúsculo deslumbrante de las lecturas del amanecer. Sí, dije, sí: seré ciudadana de esa patria, seré leal a ese reino

Así de triste era mi vida: una vida de Ulises hundida, pero una Ulises sin regreso, una Ulises para quien Ítaca es y no puede ser más que el mar, el canto de las sirenas, las artimañas, las lágrimas bajo la lluvia, el Cíclope y otra vez el mar, el mar para siempre.

Era el miedo del niño convencido de que el monstruo, a pesar de las palabras tranquilizadoras y las comprobaciones de sus padres, está bajo la cama y saldrá sin duda; el miedo del investigador que sabe que tras la próxima palada se encuentra el primer cadáver de una gigantesca fosa común.