Esto abre otra cuestión interesantísima: esta apertura al bien, a los grandes testimonios de nuestro tiempo, esta forma de elegir libros, de leer periódicos y de encender y apagar la televisión es un modo de ser que implica una decisión del adulto. De esta manera, respondo a una pregunta que se me suele hacer al final de estos encuentros: ¿pero si es así, quién educará a los adultos? ¿Quién te educa a ti? ¿Qué te conmueve, qué te educa, qué quiere decir para un padre, para una madre, para un profesor tener siempre en el rabillo del ojo la verdad, el bien y la belleza? ¿Qué quiere decir que lo que te mueve a lo largo de la jornada es la adhesión a la belleza de la realidad, a lo que hace de la vida algo grande? ¿Tú a qué miras, a quién sigues? No se educa, si no se es educado constantemente. El educador es, ante todo, alguien que se deja educar. «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, sea objeto de vuestros pensamientos», escribe san Pablo (Fil 4, 8). Que sea esto el objeto de nuestros pensamientos, para que lo pueda ser también de vuestros hijos.