SANTIAGO.— Anda con Dios, María, y te agradezco de todo corazón tus servicios. (María comienza a salir) Espera… (Vacila) ¿Podrías darle una comisión a Rosaluz?
MARÍA.— (Se acerca) ¡Ay, maese Santiago! (Acongojada) Vuesa merced haría mejor en no pensar en ella. Mi ama ha cambiado mucho… Sobre todo ahora, que toda la ciudad se burla de usted y que hasta le inventan canciones… ¿Qué ha pasado, maese Santiago? Yo no entiendo de estas cosas, pero dicen por allí que es usted capaz de hacer volar a los hombres.
SANTIAGO.— Así es, María. He tenido la locura de afirmar eso. Y lo peor es que todavía lo sigo afirmando.
MARÍA.— Si es así, maese Santiago, ¿por qué no nos da unas alas a mí y a todos mis hermanos negros?
SANTIAGO.— (Sonriente) ¿Para qué?
MARÍA.— Nos iríamos volando y no volveríamos jamás. ¡Debe ser hermoso no tener dueño, como los pájaros, y volar libremente por toda la tierra!
SANTIAGO.— Lo que dices es cierto. Muchas cosas tienen que suceder. Tú y tus hermanos volarán libremente, como los pájaros.