CAPÍTULO DOCE
Siete intensas horas más tarde llegué a mi apartamento con los zapatos de Sara en la mano. Para variar, tropecé con mi felpudo.
—¡Pringada! ¿No decías que tu novio te iba a llevar lejos y que me ibas a tirar a la basura? —se burló.
Bueno, no se burló, los felpudos no hablan, pero estoy segura de que lo pensó. Claro, que los felpudos tampoco piensan, luego… ¿Empezaba a volverme loca? Sí, era más que probable después de lo que acababa de vivir. A pesar de que la nota interna de Esther fue la que menos vigencia tuvo en la historia de la intranet de nuestra empresa, los rumores se propagaron igual que un virus. Fue tal su expansión, que incluso llegó a algunos medios de comunicación que, como era habitual, entendieron lo que les dio la gana y a punto estuvo de publicarse que EveCare España iba a despedir a la mitad de su plantilla. Sin embargo, lo malo no fue atender la horda de llamadas, ni dar un millón de explicaciones, ni aguantar los chistes que el resto de departamentos hicieron sobre nosotros. Lo malo, lo realmente peligroso, fue que Armando delegó el cuidado de Hugo a Pedro, el cochino envidioso. Era el mayor golpe de efecto que el jefe podía darme, por dos motivos: sabía que me dolería y que mi lucha por el poder contra Pedro sería encarnizada.
Pasé olímpicamente del felpudo en aras de mi salud mental, abrí la puerta de mi hogar y entré directa en la minicocina. Rápidamente, localicé lo justo para devorar un rico sándwich mixto en deconstrucción. ¿Que cómo se devora un rico sándwich mixto en deconstrucción? Muy sencillo. Me comí por un lado el jamón, por otro el queso y por otro las rebanadas de pan Bimbo, tal era mi hambre. Después, di por zanjada la cena con otro ibuprofeno.
Con el estómago en paz, me giré hacia el salón-comedor-dormitorio-biblioteca-sala de estar y se me cayó el alma a los pies. Aquel apartamento era el triste reflejo de mi situación vital. Al desorden causado por la búsqueda desesperada de algo que ponerme para mi supuesta gran noche con Mario, Loreto contribuyó con su escaso respeto por lo bienes ajenos cuando, dos días más tarde, había ido a buscarme algo de ropa para poder ir a trabajar.
A pesar del cansancio, en un vano intento de arreglar mi vida, me puse manos a la obra. Colgué en perchas, doblé, apilé y acomodé todas y cada una de mis prendas. Eché de menos mi gabardina roja, que había perdido para siempre. Mario había regresado al restaurante con ella en la mano y, después, se la llevó. Me la imaginé tirada en cualquier contenedor de basura junto a diez años de recuerdos, y me sentí fatal. Aunque no tan mal como cuando estiré las sábanas de mi sofá-cama, dándome cuenta de que ya nunca más volvería a estar allí con Mario.
Mi ordenador apareció entre las sábanas. Se había quedado sin batería después de todo el fin de semana esperando que me decidiera a continuar con la búsqueda de un curso para hablar en público. Agotada, lo puse a cargar y, después de ducharme, intenté evadirme de la realidad viendo la tele. Fue imposible porque todo me recordaba a Mario. Un programa de coches donde salía un deportivo rojo, el final de una comedia romántica que acababa en boda, el telediario, un reality show, la teletienda y, lo que ya fue el colmo, un documental sobre animales que se aparean siempre con el mismo miembro de su especie. Apagué la tele con rabia. ¿Qué clase de sabiduría cruel regía una naturaleza capaz de darle un marido a una cigüeña antes que a mí?
Me acerqué a mi estantería y busqué desesperada entre mis libros de autoayuda un alivio, una varita mágica para solucionar todos mis problemas en solo cinco pasos. Acaricié los lomos de aquellas obras a las que veneraba: Los hombres son del infierno y las mujeres del cielo, El hombre que promete, no se compromete, Cocina afrodisíaca: Tu camino hacia el matrimonio empieza en SU estómago, Pinta a cualquier bobo de azul y tendrás a tu príncipe…
«Dios mío», pensé dándome cuenta de la magnitud de mi fracaso. Había aplicado todos y cada uno de los métodos expuestos en aquellos libros con el único objetivo de hacer feliz a Mario y conseguir que me quisiera.
Sacudí la cabeza para no pensar más en él. Además, ¿qué hacía yo buscando entre aquellos títulos? Ya no necesitaba ningún consejo que tuviera nada que ver con el amor. Esa parte de mi vida ya no existía. Solo me quedaba mi trabajo y, después del fallo de Esther y de que Armando me castigara dejando que Pedro se hiciera cargo de Hugo… Salté como loca al estante donde tenía los libros de gestión de empresas y desarrollo profesional: Líderes dominantes con tacón de aguja (este libro fue una compra compulsiva equivocada, porque cuando llegué a casa me di cuenta de que era un tratado sobre el sadomasoquismo), ¿Gaviota o pingüino? ¿Vuelas alto o te arrastras?, Coge el queso de los demás y… ¡fúndelo!, Visualice un fajo de billetes y, cuando abra los ojos, ¡ea!, ahí estará…
Apagué las luces y me fui a la cama.
En el mismo instante en que me quedé dormida, me despertó mi móvil.
—¡Mario! —exclamé adormilada, buscando el teléfono a manotazos. No era él, por supuesto. Era Sara.
—¿Sara?
—¡Abi! ¡Cómo nos lo hemos pasado con Hugo! —gritó.
—Oye, estaba dormida.
—Ay, lo siento. Bueno, mañana hablamos, pero de verdad, ¡qué hombre! Listo, amable, supereducado y guapísimo.
Lo sabía. Sara había caído en las redes del flautista de Hamelin de las féminas.
—Oye, no me interesa, en serio. Estoy muerta, me duele la cabeza y necesito dormir —protesté.
—¿Has sabido algo de Mario?
—No.
—Mejor.
—¿Por qué? —pregunté intrigada.
—Adiós.
Y colgó.
Ahuequé mi almohada y volví a hacerme un ovillo con las sábanas. Mi móvil volvió a sonar. Era Loreto, seguro que me llamaba para advertirme sobre los peligros que me acechaban por tener a Hugo cerca.
—Hola —contesté.
—Abi, Hugo es alucinante —me dijo.
—Sí, lo sé, no temas, tendré cuida… Pe…, per…, ¿perdona?, ¿cómo has dicho?
—Que Hugo mola y, además, es buena gente —confirmó.
¿Alucinante? ¿Buena gente? ¿Mola? Loreto la gótica, la novia de la oscuridad, la heredera legítima del trono de Satán, ¿había dicho «buena gente»?
—Lore, ¿estás segura? —pregunté. Hasta me pellizqué una pierna para verificar que no se trataba de Morfeo gastándome una de sus oníricas bromas.
—Abi, ¿cuándo me he equivocado con un tío?
—Nunca, pero a mí me da que no es de fiar.
—Ningún tío es de fiar, mema, pero este al menos ha prometido que cuidaría de ti.
—¿De mí? ¿Por qué? —quise saber, temiéndome lo peor.
—Le hemos contado que tenías un novio gilipollas, que este fin de semana te hizo algo horrible que aún no nos has contado y que no sabemos cómo ayudarte.
—Dime que me estás tomando el pelo —supliqué incrédula.
—Yo no tomo el pelo.
—Lore, no me lo puedo creer. ¿Me estás diciendo que le habéis contado mi nefasta vida sentimental a un tío que acabo de conocer? —grité indignada.
—No dejó de hacernos preguntas sobre ti en toda la comida, ¿qué querías que hiciéramos?
—¡Pues mentir! —vociferé—. Ocultar la verdad, salir por peteneras… lo que sea para no dejarme en ridículo.
—No habría colado. No te ofendas, pero parece conocerte mucho mejor que Mario —afirmó Loreto con rotundidad.
—Bueno, eso podría decirse hasta del mendigo —murmuré.
—¿Qué mendigo?
—Olvídalo, pensaba en alto —aclaré.
—Abi, puedes olvidar a Mario en tiempo récord liándote con Hugo. Tú verás lo que haces —dijo.
Y también colgó.
Definitivamente, aquel había sido el día más estrambótico de toda mi vida, un día más para olvidar. Y encima, no podía llamar a Mario, que siempre conseguía consolarme cuando me sentía superada por la vida. Cerré los ojos e imaginé que hablábamos por teléfono:
«Hola, guapo», diría yo.
«Hola, guapa. ¿Qué tal tu día?», diría él.
«Horrible. Mi novio me dejó sola y sin gabardina, tengo resaca, Esther es tonta y Armando ha dejado que Pedro, el cochino envidioso, se encargue de Hugo».
«No te preocupes, mi amor, tú vales mucho, eres mucho más inteligente que Pedro y tu jefe lo sabe, pero tienes que hablar seriamente con Esther, darle la vuelta al asunto; y no temas, tu novio, que soy yo, volverá arrastrándose igual que un gusano para pedirte perdón, porque eres una chica lista, alegre y divertida, y hay que estar realmente loco para no quererte». Esto último no tenía ningún sentido, pero… ¿y qué? Mi imaginación tenía permiso para inventar lo que le diera la gana.
«Buenas noches, Mario».
«Buenas noches, Abi».
Aquella conversación ficticia me consoló un poco y ya iba a acurrucarme de nuevo en la cama cuando volvió a sonar mi teléfono. Era un número desconocido.
—¿Sí? —contesté ansiosa.
—¿Abi? —O estaba ronco, o no era Mario.
—¿Quién eres?
—Soy Hugo.
—¿Hugo? ¿Quién te ha dado mi número?
—Tus amigas. Espero que no te importe. Son encantadoras.
—Sí, al parecer, hoy todo el mundo es encantador —ironicé.
—Solo quería saber cómo estás. Loreto y Sara me contaron que acabas de pelearte con tu novio y Samantha me contó el problema que causó tu becaria.
—Dios mío —murmuré. Traicionada por mis amigas y puesta en evidencia por mi ídolo profesional. ¿Podía haber humillación más grande?
Ajeno a mi lucha interior, Hugo prosiguió:
—En parte me siento culpable de lo ocurrido y por eso quería decirte que si en algún momento dado sientes que te estoy quitando demasiado tiempo o quieres dar prioridad a tu trabajo, puedes decírmelo con toda confianza.
—Vaya, gracias, Hugo.
—Y en cuanto a tu novio… —suspiró dejando la frase en el aire.
—¿En cuanto a mi novio, qué? —pregunté a la defensiva.
—Creo que hay que estar muy loco para dejarte escapar.
—Oye, ¿estás flirteando conmigo? Porque no te va a funcionar —le dije muy molesta.
—Sí, la verdad es que sí —reconoció con todo el descaro—. Lo siento, no lo puedo evitar. Sé que acabamos de conocernos pero tienes algo que me atrae. Es como si te conociera de otra vida. Además, no eres como las demás chicas.
—¿Ah, no? ¿Y cómo soy? —lo reté.
—Eres mucho más fuerte de lo que crees. No hay más que ver la pasión que pones en todo lo que haces.
Puede que fuera el momento vital en el que me encontraba o puede que me estuviera diciendo justo lo que se supone que yo quería oír. En cualquier caso, me desarmó.
—¿Tú crees? —murmuré con un hilo de voz.
—Estoy seguro, pero tranquila, sé que acabas de terminar una relación y entiendo que lo último que necesitas es a un tonto como yo detrás de ti, por eso no voy a molestarte —me explicó con tal ternura, que estuve a punto de derretirme. Lástima que lo estropeara todo puntualizando—: De momento.
—¿De momento? Mira Hugo, aclaremos esto, ¿vale? Me han roto el corazón y posiblemente ya no tenga arreglo. El mal de amores es un lujo que no podré permitirme jamás, así que será mejor que te busques a otra para jugar con ella. Por ejemplo, ¿qué te parece Samantha? —propuse enfadada.
—¿Samantha? No —dijo muy convencido.
—Pues te quedaste bizco cuando la viste —le recriminé.
—Porque me impresionó su atractivo.
—¡Pues a por ella!
Aunque Hugo se quedó callado un instante, pude percibir su sonrisa a través del teléfono.
—Abi, no lo entiendes. Llega un momento en la vida en el que aprendes a mirar con el corazón porque lo que te importa no está a la vista