La veía por el espejo retrovisor, la cara tapada por los lentes oscuros, las lágrimas que brotaban de un momento al otro, porque sí, o porque su hija adorada, la preferida, la rubiecita de rulos gigantes ya no estaba más. Cada uno tramitó su dolor como pudo; cada uno atravesó el bosque denso del duelo a tientas, improvisando, para ver si en algún punto volvía a aparecer la luz.