Entre 2003 y 2008 recorrí Argentina desde la Quebrada de Humahuaca hasta Ushuaia; pasé largas temporadas en Tilcara, en Buenos Aires y en Rosario; caminé y leí en Mendoza, en Corrientes, en Córdoba, en Federación, en el Valle de la Luna y en los Esteros del Iberá. Es el país del mundo cuya topografía mejor conozco; su literatura probablemente sea a la que he dedicado más horas de lectura. Desde que regresé a Barcelona y durante cerca de diez años, reseñé sistemáticamente libros provenientes de la otra orilla y di clases sobre sus clásicos. Pero su geopolítica literaria sigue siendo para mí un misterio. Discutí sobre ella públicamente con Gonzalo Garcés, a quien frecuenté más tarde durante su fugaz estancia en mi ciudad, y en privado con otros buenos conocedores de sus dinámicas, como Jimena Néspolo, Maxi Tomas, Juan Terranova, Matilde Sánchez, Andrés Neuman o María Negroni, sin llegar nunca a entender sus razones. Ahora ya no me importan demasiado: he sido padre, he publicado algunos libros, he dejado de sentirme un poco argentino, leo con distancia, sé que los sistemas literarios y la circulación de los libros son caprichosos y —en realidad— incomprensibles.