Humberto Beck

Otra modernidad es posible

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    En las circunstancias del presente, el desarrollo de un pensamiento del límite significaría la oportunidad de llevar a cabo una operación clave —quizás la más urgente— de la sociedad contemporánea: una reactivación de la imaginación políti-ca. La aplicación de este pensamiento traería consigo no una salida de la modernidad ni su superación, sino una reconsideración de su sentido desde una perspectiva al mismo tiempo radical —porque es relativa a su origen, su raíz— e inédita —porque permanece invisible a las posturas políticas convencionales—: el descubrimiento de la modernidad del límite. En un mundo social marcado por el predominio de la información y la globalidad, una política de los límites equivaldría a imaginar, junto con otras maneras de distribución de la riqueza, nuevas formas de distribución del conocimiento y nuevas mo-dalidades para los vínculos entre los seres humanos, sus herramientas y su entorno; equivaldría, también, a enunciar un potente aviso de que la modernidad se funda, ante todo, sobre la crítica de sí misma.
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    La ética de la transgresión ha identificado la infracción de los límites como el gesto humano por excelencia. En esa lógica, se es humano solo en la medida en que se transgrede una frontera, porque se presume que solo así el individuo se afirma como artificio opuesto a lo natural. Pero aun las convenciones de la forma representan una forma de discontinuidad con el ambiente: también ellas constituyen, a su modo, una elaboración de lo humano como artificial, diferente de la naturaleza. La auténtica contienda está en otra parte: es el contraste entre la transgresión y la crítica como dos distintas maneras de asumir la autofundación humana. La transgresión es una celebración del gesto de ruptura —el ritual de rasgar el velo como una ceremonia de libertad—. La crítica entraña un movimiento dentro de una proporción: el proyecto de construir un mundo de sujetos en un entorno perdurable.

    El imperativo tecnológico y el capitalismo industrial encarnan una modalidad de la ética de la transgresión. Pero existe la posibilidad de otra modernidad, una menos transgresora y más, propiamente, crítica —kantiana, camusiana, illichiana—. La modernidad de los límites rechaza cualquier sobrepoder; alienta una forma de autoescrutinio que, lejos de ser una forma de reclusión, se abre a la alteridad, porque es el fundamento de la vida cívica: el encuentro libre e igualitario con los demás.
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    En Si esto es un hombre, las memorias de su estancia como recluso de los campos de trabajo y exterminio de la Alemania nazi, Primo Levi ofrece un testimonio de la violación de esta frontera a manos de los poderes de la razón histórica. En los campos los prisioneros vivían en un estado de precariedad absoluta. La existencia en estas condiciones era una sucesión de desnudeces impuestas que tenía el fin de reducir el cuerpo a una pura masa, privándolo de su capacidad de ser un signo de humanidad. Pero esta violencia se trataba no solo de una degradación del cuerpo, sino de un desfiguramiento de lo humano. La experiencia histórica de los campos representó el “experimento” de mirar el mundo de los hombres desde la extrañeza de un extremo absoluto, el espacio exterior de lo no humano. Desde esa perspec-tiva radical se descubre que, en un siglo poblado de cultos a la ruptura, la rebelión consiste —como sostiene Camus— en el resguardo de la conciencia de que lo humano, a pesar de ser una condición abierta, cuya naturaleza consiste en la negación de la naturaleza, tiene una forma.
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    La revolución absoluta suponía en efecto la plasticidad absoluta de la naturaleza humana, su reducción posible al estado de fuerza histórica. Pero la rebelión es, en el hombre, el rechazo a ser tratado como cosa y a ser reducido a la simple historia. Es la afirmación de una naturaleza común a todos los hombres, que escapa al mundo del poder. La historia, ciertamente, es uno de los límites del hombre; en este sentido, el revolucionario tiene razón. Pero el hombre, en su rebelión, pone un límite a su vez a la historia.19

    La historia, para Camus, no es un absoluto —Illich agregaría: tampoco la economía, la técnica o el progreso—. Los absolutos legitiman la dominación y la violencia: “La razón histórica, sea cual sea el orden que la funde, reina sobre un universo de cosas, no de hombres”. El rebelde no reivindica, como el revolucionario, la libertad total, sino que más bien la pone en juicio; se opone “al poder ilimitado que autoriza a un superior a violar la frontera prohibida” —esa frontera constituida, precisamente, por la dignidad de los otros seres humanos—. La rebelión es entonces también la revelación de un límite: la idea de que hay una medida de lo humano.
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    En el siglo XX la formulación emblemática del pensamiento del límite corresponde a Albert Camus. En El hombre rebelde Camus establece que toda revuelta tiene como fundamento la unidad moral de la humanidad: el rechazo a que cualquier ser humano sea tratado como una cosa. Este fundamento de unidad impone una delimitación al mundo de la historia y del poder. La revuelta para Camus, más que una transgresión, es la afirmación de un límite: ese que marca la dignidad común de lo humano. Todo acto de libertad, toda crítica al poder o acto de resistencia contra la dominación representan, entonces, un ejercicio en la conciencia de los límites. De ahí su divisa: “Me rebelo, por lo tanto, somos”. Forjadas en el contexto de una meditación sobre la deriva totalitaria del comunismo soviético, las críticas de Camus pueden, sin embargo, extrapolarse en buena medida a otras encarnaciones de la ideología del progreso como una voluntad de dominio absoluto sobre la realidad. La revuelta es una sublevación contra las pretensiones de esos “universos puramente históricos” que niegan la naturaleza humana y suponen “la certeza de la infinita plasticidad del hombre”
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    En contraste con la ética de la transgresión, el comienzo del pensamiento moderno sobre el límite se halla en la filosofía de Immanuel Kant. Para Kant, “pensar” es sinónimo de instaurar los límites del pensamiento, las condiciones de lo pensable. Pero, más allá de su epistemología, Kant instituye en su filosofía moral una frontera infranqueable entre las personas y las cosas que constituye la base de una ética de los límites. Mientras que las cosas son “seres sin razón” que merecen un valor relativo como medios, las personas son “seres racionales” que constituyen fines en sí mismos. Esta distinción “limita toda elección arbitraria”.16 De ella Kant deriva el imperativo categórico y su “fórmula de la humanidad”: un deber ético fundamental es el jamás usar la hu-manidad de nadie como un medio para un fin. Dado que la voluntad autónoma de los sujetos es la única fuente de la moral, del cumplimiento de este deber —del tratar a las personas siempre como fines y nunca como medios— depende todo el edificio de la ética. Para Kant, el criterio fundamental de la moral es, entonces, el establecimiento de una línea de demarcación entre los espacios de la autonomía y la instrumentalidad. A este mundo de la ética, en el que cada persona reconoce a todas las demás como seres autónomos inalienables, y el estatuto de medialidad está reservado para los objetos, Kant lo llama el “reino de los fines”.
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    Fausto, Bacon y Nietzsche son los avatares de esta modernidad identificada con el atentado contra los límites y las formas. Un siglo atrás, Oswald Spengler había identificado ya a la cultura occidental con “lo fáustico”, entendido como esa orientación hacia el anhelo de un espacio inalcanzable, la expansión ilimitada y el uso de la ciencia y la tecnología como instrumentos para la imposición de la voluntad y la derrota de las barreras físicas del mundo. Francis Bacon, a su vez, al entreverar la búsqueda de conocimiento con el poder de sometimiento del ambiente, identificó desde el siglo XVII la conciencia colectiva de la era moderna con el dominio de la naturaleza. La técnica era el instrumento de este dominio sobre los recursos con el fin de garantizar la provisión material de las necesidades humanas. Desde entonces, como señala William Leiss, las ideologías modernas comparten el presupuesto de que “el incremento constante del control humano sobre las fuerzas naturales es el fundamento material sobre el que descansa la superioridad de la civilización moderna”.15 Nietzsche, por su parte, articuló la crítica del límite como una invectiva contra lo apolíneo, aquello que fija los contornos del yo y de la cultura mediante una ilusión de la forma, y agregó la celebración de lo dionisiaco como el espacio del flujo ingobernable de lo real. Para Nietzsche, “el hombre es algo que debe ser superado”; inauguró así una especulación sobre la plasticidad de lo humano que ha sido continuada de diversas maneras por escritores como André Breton y Antonin Artaud y pensadores como Georges Bataille y Michel Foucault.
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    El pensamiento del límite se opone a la gran corriente que ha prevalecido, en términos simbólicos y prácticos, en el ethos de la modernidad: la ética de la transgresión.
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    La modernidad que se deriva de los planteamientos illichianos es una modernidad abierta, tan alejada del entusiasmo acrítico como del rechazo categórico de lo moderno —o, para usar los términos de Marshall Berman, tan lejos de la “modernolatría” como de la “desesperación cultural”—. La imagen illichiana es una versión abierta de lo moderno, no solo porque se abre a la negatividad de la utopía imaginando un futuro que todavía no es, sino porque también admite a la tradición como un espacio de posibilidades para reconfigurar la autonomía en el presente. La originalidad de Illich reside entonces en haber integrado en una teoría de la modernidad no solo la idea de los límites sino esa entidad antimoderna por antonomasia: el pasado. Su propuesta presenta, en este sentido, una estructura efectivamente dialéctica: la convivencialidad sería el resultado sociohistórico de una síntesis entre la tradición y la modernidad. Esta síntesis representaría una alternativa tanto a la dialéctica negativa de lo moderno encarnada por Némesis como a la dialéctica positiva del progreso característica de las versiones más optimistas de lo modernidad. Si, siguiendo a Berman, entendemos el modernismo como los intentos de los hombres y mujeres modernos por afirmar “el derecho a controlar su futuro, esforzándose por hacer un lugar para sí mismos en el mundo moderno”,13 la obra de Illich es modernista en grado superlativo: representa la tentativa por encontrar en las condiciones del mundo moderno la posibilidad de una auténtica morada.
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    Existen paralelismos evidentes entre el proyecto de la Escuela de Frankfurt y la metodología illichiana de la crítica de las herramientas y la economía. Habermas, por ejemplo, identifica como los objetos centrales de la teoría crítica al Estado y el capitalismo en tanto sistemas de racionalización que, al reforzarse mutuamente, someten la vida social a la lógica de la eficiencia y el control y terminan por colapsar las fronteras entre el “sistema” y el “mundo de la vida”, y percibe en las movilizaciones políticas y culturales de los años sesenta intentos ciudadanos por resistir esta invasión del mundo de la vida por el sistema y su “gobierno de los administradores”.11 En más de un punto, la caracterización habermasiana podría ajustarse a los planteamientos illichianos. De este modo, si recurriéramos al lenguaje de la teoría crítica para caracterizar el trabajo de Illich, este se podría presentar como un análisis de las patologías de la modernidad realizado desde una crítica del industrialismo. La principal patología identificada por Illich sería la mutación en el estatuto de la instrumentalidad, la cual, llevada a sus últimas consecuencias, se volvería un fin en sí misma sin remedio, subvirtiendo así su sentido original, y acabando con cualquier posibilidad de una auténtica autonomía de lo humano.
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