La revolución absoluta suponía en efecto la plasticidad absoluta de la naturaleza humana, su reducción posible al estado de fuerza histórica. Pero la rebelión es, en el hombre, el rechazo a ser tratado como cosa y a ser reducido a la simple historia. Es la afirmación de una naturaleza común a todos los hombres, que escapa al mundo del poder. La historia, ciertamente, es uno de los límites del hombre; en este sentido, el revolucionario tiene razón. Pero el hombre, en su rebelión, pone un límite a su vez a la historia.19
La historia, para Camus, no es un absoluto —Illich agregaría: tampoco la economía, la técnica o el progreso—. Los absolutos legitiman la dominación y la violencia: “La razón histórica, sea cual sea el orden que la funde, reina sobre un universo de cosas, no de hombres”. El rebelde no reivindica, como el revolucionario, la libertad total, sino que más bien la pone en juicio; se opone “al poder ilimitado que autoriza a un superior a violar la frontera prohibida” —esa frontera constituida, precisamente, por la dignidad de los otros seres humanos—. La rebelión es entonces también la revelación de un límite: la idea de que hay una medida de lo humano.