Una voz. La voz de un hombre.
—Dana, ¿qué…? Ay, no. ¡Dios, no!
—Nigel… —gimió Rufus, con un largo suspiro tembloroso.
Su cuerpo se quedó laxo y yo empecé a sentirlo pesado como el plomo. Lo aparté como pude… Todo su cuerpo salvo la mano, que seguía aferrada a mi brazo. Entonces empecé a sentir unas convulsiones terribles y más ganas de vomitar.
Algo —más fuerte y más duro que la mano de Rufus— me atenazó el brazo y me lo apretó. Sentí que se agarrotaba y empezaba a empujar contra lo que fuese aquello —sin dolor al principio—, que se derretía y se fundía con ello, como si me estuviera absorbiendo el brazo. Era algo frío e inanimado.
Algo…, pintura, escayola, madera…, una pared. La pared de mi salón. Había vuelto a casa, a mi propia casa, a mi propia época. Pero de alguna manera seguía atrapada, pegada a la pared, como si a la pared le hubiera crecido un brazo —el mío— y sobresaliera de ella. Desde el codo hasta la punta de los dedos mi brazo izquierdo se había convertido en una porción de la pared. Miré al lugar exacto donde la carne se fundía con la escayola, miré fijamente sin poder entenderlo. Era también el lugar exacto por donde Rufus me había atenazado con los dedos.
Tiré del brazo hacia mí. Tiré fuerte.
Y de repente una catarata de dolor, una agonía roja e imposible.
Grité y grité.