Y ahí quedamos, solos, parados en medio de los autos que iban y venían en todas direcciones. No teníamos un peso, no sabíamos dónde íbamos a pasar la noche. Pero éramos el jefe de nuestra casa. Nos dejábamos arrastrar con la prisa de la gente, nos dejábamos aturdir con el ruido de la calle y llevábamos con nosotros una piedra y nuestra voz. Los edificios crecían hacia todos lados, la ciudad brillaba como si la acabaran de lustrar.