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Bøger
Anne Cathrine Bomann

Agathe

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    Su voz salmodiaba, y era evidente que lo pasaba mal, pero yo no podía permitir que la debilidad que sentía por ella obstaculizase la terapia.
    «¿De dónde saca que es usted una fracasada?», la presioné.
    Negó con la cabeza murmurando: «Créame, ese tipo de cosas se saben.»
    «¿Y con quién establece comparación?»
    «Con aquella que debería haber sido.» Se restregó fuertemente la cara con ambas manos. «Estoy cansada, doctor. Vamos a tener que dejarlo por hoy.»
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    «En realidad no estoy seguro de cómo puedo ayudarle, Thomas», dije. «Nunca he amado a nadie.»
    Aquellas palabras me pillaron desprevenido, sin embargo Thomas respondió sencillamente: «No, no todos tenemos esa fortuna. Puede que así le resulte más fácil morir.»
    «Es posible», concedí, «pero me resulta más difícil vivir.»
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    Chasqueó la lengua. «¿No ha escuchado nada de lo que le he dicho, doctor?»
    «Creo que sí. No obstante, sea comprensiva conmigo y explíquemelo de manera que lo entienda.»
    Con una sonora espiración sopló su flequillo que se irguió en el aire. La voz recuperó su tono normal al responder: «Estoy enojada porque no he llegado a realizar ninguna cosa. Debería haber sido algo y no soy nada.» Por vez primera en nuestras charlas la humedad de sus ojos se reunió en una lágrima que resbaló por la sien hasta alcanzar el cuello blanco. Tuve que concentrarme poderosamente para seguir en la conversación en lugar de que mi mente entremezclase todas las imágenes de Agathe.
    «Perdone si suena muy trivial, seguro que ya lo ha oído antes. Pero verdaderamente creí que yo era alguien especial», dijo.
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    ¿Sería posible que en realidad todas las personas lo pasaran tan mal o simplemente yo veía solo a los infelices? ¿Habría alguien en esos pequeños hogares de ahí fuera que se fuera satisfecho a la cama y supiese por qué razón se levantaba al día siguiente?
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    Me figuraba que casi podía percibir la desesperanza en forma de densa neblina entre nosotros y me eché hacia delante en la silla para retener a Agathe: «No es posible que para todo sea demasiado tarde, Agathe. Creo que la vida consiste en una larga serie de elecciones que estamos obligados a tomar. Y solo si nos negamos a asumir dicha responsabilidad entonces nos dará todo igual.»
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    Agathe, a menudo habla como si la vida se hubiese acabado y usted fuera la culpable de haberla echado a perder. Sin embargo, cada instante le brinda la oportunidad de hacer algo de lo que pueda sentirse orgullosa.»
    Era difícil no encontrar repulsiva mi propia impostura. ¿De qué elección podía sentirme orgulloso? ¿Qué grandes planes tenía en relación con mi futura vida de jubilado?
    Agathe negó con la cabeza.
    «Ya es muy tarde para que me admitan en una buena escuela, y en el caso de que supiera lo que quiero tampoco podría permitírmelo. Si por ejemplo quisiera tomarme en serio el piano o el canto debería haberlo hecho antes. Ahora soy demasiado mayor, doctor.»
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    Colgó un abrigo beige, que no le había visto antes, en la percha y preguntó: «Dígame, ¿qué ha pasado con su secretaria?»
    «Por desgracia mi secretaria no va a poder venir durante algún tiempo.»
    «Vaya. De modo que está solo, usted también.»
    Ella sonrió cómplice, y yo mordí el anzuelo: «¿Luego está usted sola, Agathe?»
    Se encogió de hombros, se sentó muy adentro del diván para tenderse mediante cuidadosos movimientos, como si se adaptase a una plantilla que solo ella pudiese ver.
    «Lo estoy en cualquier caso. Hay algo solitario en el hecho de no vivir. Como si vieras que otros juegan mientras tú tienes la pierna rota.»
    Dicha sensación la conocía más que de sobra, pero afortunadamente yo me hallaba sentado en la silla mientras ella yacía en el diván.
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    «Agathe, cuando usted vino aquí traía por supuesto su historial consigo y en él me ha sorprendido una cosa.»
    «¿Ah, sí? A mí me han sorprendido varias», dijo agria. «Por ejemplo, no entiendo cómo puede servirle de ayuda a una persona desgraciada que la aten a una cama y reciba corriente eléctrica en el cerebro.»
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    Supongamos que se demostrara que la vida en el exterior de aquellas paredes fuera igual de fútil que en su interior; ciertamente era una posibilidad. ¿Cuántas veces había escuchado las quejas de mis pacientes sintiéndome dichoso de no llevar la vida de ellos? ¿Cuántas veces miraba con desprecio sus rutinas o me divertía a hurtadillas con sus estúpidas preocupaciones? Caí en la cuenta de que yo me había forjado la idea de que la auténtica vida, el pago por todas mis fatigas, llegaría el día que me jubilase. Pero, sentado allí en ese momento, no fui capaz de entrever cuál iba a ser el contenido de esa vida que justificara la ilusión por que llegase. ¿Acaso no eran la angustia y la soledad lo único que me cabía esperar con total seguridad? Qué patético. Yo era exactamente igual que ellos, pensé, y salí a recibir al primer paciente del día con un dolor sordo en la cadera y una molestia intermitente bajo las costilla
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    Agathe titubeó y entrecerró un poco los ojos.
    «He venido», dijo entonces con su marcado acento y quizá justo por ello de manera tan escrupulosa que todas las sílabas se oían con claridad, «porque he vuelto a perder las ganas de vivir. No me hago ilusiones de llegar a sentirme bien, pero al menos querría poder funcionar.»
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