Todos los veranos del mundo

Cojo un libro al azar y lo abro como si fuese el cofre del tesoro de John Silver.

—El pensionado de Neuwelke —leo en voz baja—, de José C. Vales.

No quiero estar en ningún otro lugar del mundo.

¡Tiene la Trilogía de Corfú de Gerald Durrell! —exclama feliz.

—No solo esa —puntualiza el joven Strenge con un gesto que me hace dudar sobre su integridad física en el colegio durante su infancia—. También tengo Rescate en Madagascar, Filetes de lenguado y Un novio para mamá. Y algunos más, si no me equivoco.

—No todas las historias suceden como nosotros deseamos —le advierto—. Pero eso no significa que, pese a todo e inesperadamente, no puedan tener finales felices.

Que no importa lo lejos que corras a esconderte, la vida acaba por encontrarte.

—Llorar no es algo malo —le digo—. No sé por qué todos tienen tanto miedo.

Y que no deberíamos magnificar los recuerdos que tenemos de aquellos que ya no están porque corremos el riesgo de engañarnos hasta pensar que solo entonces fuimos felices, que solo aquellas personas nos amaban, nos comprendían y nos hacían sentir bien. Porque no es cierto. Tú y yo tenemos la suerte de que haya un montón de personas que nos quieren y se preocupan por nosotras, y que todavía están aquí.

atraviesa invicto las puertas del olvido y me sostiene entre sus brazos con algo parecido a la ternura.

Porque los años tenían el efecto de hacernos crecer, de pulirnos las facciones y el gesto, necesitábamos ese ritual del reencuentro para acostumbrarnos de nuevo a nuestra compañía.

Oye, Wendy —me riñe su voz extraordinaria muy cerca del oído—, pensé que después de tantos años habrías aprendido a volar.

viejos conocidos que apenas cambian con los años y que sin embargo jamás siguen siendo como yo los recuerdo.