El arte de mentir

Quien vive aferrado a las ilusiones bien podría recibir el título de iluso.

El ciclismo es un deporte –una actividad física– que se nutre de la soledad de cada usuario. Así que esa soledad se disfruta y se utiliza para el provecho personal. ¿Cómo? Guiándose por la corazonada. Como sea, en un encuentro fortuito con otra ciclista se producen miradas de camaradería; no de encono.

El intolerante no permite que nadie le discuta nada. Siempre tiene la razón. Aunque esté equivocado. Aunque él mismo sepa que está equivocado. No lo admite. Se aferra a su obstinación, y no hay modo de sacarlo de ahí. Cuando se le comprueba que está errado, le da una vuelta a las cosas con tal de salirse con la suya.

Cuando a lo largo de la jornada no se ha leído nada, ni siquiera el lomo de un libro, ni siquiera el nombre de un autor, el oxígeno parece acabarse.

Nada tan eficaz como la lectura para atenuar el estrés provocado por las interminables esperas. Si se leyera en las filas perpetuas de los bancos, de las oficinas burocráticas, de las verificaciones automotrices, entonces se querría que la espera durara más tiempo.

Las palabras altisonantes suenan atroces en la boca de una mujer. Sin importar su grado de fealdad o belleza.

Antes que pruebas de aptitudes, habría que hacerle pruebas de voz a una recepcionista. O a quien conteste las llamadas de emergencia.

Una voz femenina sublime anuncia un rostro sublime; pero es mejor no volver la vista.

Pero los sermones no cambian nada. Digamos que de cada 100 mil individuos que escuchan un sermón, apenas tres de ellos modifican su conducta.

Pocas personas tan proclives a sermonear como las que tienen menos cosas que decir.