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Julio Verne

París en el Siglo XX

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    —Querido hijo, tengo de amigo a un buen hombre que te quiere, tu profesor Richelot, y por él he sabido que eres uno de los nuestros. He visto cómo trabajabas. He leído tu composición de versos latinos, un tema algo difícil a causa de los nombres propios, por ejemplo: El mariscal Pélissier en la torre Mala­coff. Pero están de moda los viejos temas históricos y, a mi entender, lo has hecho muy bien.
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    No es culpa tuya, querido sobrino, ya lo sé. Yo estaba oculto, lejos de ti, para no causarte problemas con la familia de tu tía. Pero he seguido tus estudios paso a paso. Me decía: no es posible que el hijo de mi hermana, el hijo del gran artista, no haya heredado nada del espíritu poético de su padre y no me equivocaba puesto que vienes a pedirme nuestros grandes poetas franceses. Sí, hijo mío, te los daré. Los leeremos juntos y nadie nos estorbará. Nadie nos mira. Deja que te abrace por primera vez.
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    Estaba presente cuando recogiste tu magnífico premio de versos latinos. El corazón me estallaba en el pecho y tú no lo sabías.
    —¡Mi tío!
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    Michel se encontró en presencia de un hombre de unos setenta años, de rostro sonriente, con el aspecto de un sabio que creería ignorarlo todo. Este modesto empleado cogió el boleto y lo leyó atentamente.
    —Pide usted los autores del siglo XIX –dijo–. Es un honor para ellos pues así podremos desempolvarlos
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    Las formalidades necesarias para conseguir una obra eran muy complicadas. La ficha firmada por el peticionario debía incluir el título del libro, su formato, la fecha de publicación, el número de edición y el nombre del autor. Es decir que, a menos de ser ya un sabio, no se podía llegar a saber. Además de ello, el peticionario tenía que indicar su edad, su domicilio, su profesión y el motivo de su petición.
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    Michel preguntó por la parte de las edificaciones destinada a las letras y subió por las escaleras de los jeroglíficos que unos albañiles estaban restaurando a golpe de piqueta
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    Nevers[2]. Cada año se imprimían cantidades fabulosas de obras científicas. Los editores no daban abasto. El propio Estado era una editorial
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    Y se leen esas cosas –repetía caminando con rapidez por las calles–. Y hasta se compran. Y hay quien las firma. Y eso se muestra en los escaparates de literatura. Y en vano se busca un Balzac, un Victor Hugo. ¿En dónde los encontraré? ¡Ah! En la biblioteca.
    Michel se acercó a buen paso a la biblioteca imperial. Sus edificios que se habían ampliado se extendían por una gran parte de la calle Richelieu, desde la calle Neuve-des-Petits-Champs hasta la calle de la Bolsa. Los libros, que se amontonaban sin cesar habían reventado los antiguos muros del Hôtel de
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    No bien hubo escuchado lo anterior cuando se encontró de nuevo en la calle, aterrado, estupefacto. Ni esta escasa parcela del arte había podido escapar a la influencia perniciosa del tiempo. La ciencia, la química, la mecánica irrumpían en el dominio de la poesía.
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    —¡Ah! –dijo Michel, aliviado–, ¿tienen ustedes poesía moderna?
    —Claro. Entre otras, las Armonías eléctricas, de Martillac, obra premiada por la Academia de Ciencias, las Meditaciones sobre el oxígeno, del señor de Pulfasse, el Paralelogramo poético, las Odas descarbonatadas...
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