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Ana María Shua

La guerra

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    La Biblia

    Abro la Biblia al azar y leo el relato de una guerra. Jefté derrota a los amonitas. El Señor de los Ejércitos los entrega en sus manos. El caudillo de Israel destruye así veinte ciudades, desde Aroer hasta Mennit.

    Cierro la Biblia y la vuelvo a abrir: otra vez el tumulto, el ruido del bronce, los gritos de dolor y de amenaza. Ahora trato de mantenerla cerrada a toda costa y es inútil, hay otros libros, otras lenguas, desde todos ellos, desde la Ilíada, el Mahabharata, el Popol Vuh, las Eddas vikingas, las voces de mando siguen llamando a las armas, la historia de un pueblo es la historia de sus guerras, los libros tiemblan, se agitan, un grueso hilo de sangre brota de sus finas páginas, no hay despertar.
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    Los compañeros de Ares

    Ares es el dios de la guerra. En su carro de combate, tirado por cuatro corceles, van sus hijos Deimos y Fobos, el terror y el pánico, que lo acompañan en todas las batallas. El séquito incluye a Eride, su hermana, la diosa de la discordia, y a la temible Enio, que reina sobre el derramamiento de sangre y la violencia. Las acompaña Cidoimos, el tumulto, la confusión y el griterío de las batallas. Todos son violentos, pendencieros, es casi imposible que se pongan de acuerdo y Ares no es el más indicado para lograrlo. Se pelean constantemente entre sí, terminan luchando unos contra otros, y de ese modo se hace difícil alentar la guerra entre los hombres, el riesgo de paz es constante, todas las batallas terminan, se firman armisticios que Ares desprecia con lágrimas de rabia, intolerables treguas y tratados que, por culpa de sus belicosos ayudantes, no puede evitar.
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    Narices

    La cabeza de un enemigo de linaje vencido en digna lucha era un gran trofeo para un samurái. A veces un guerrero cortaba varias cabezas en la batalla y no tenía tiempo de llevárselas todas. En ese caso, marcaba la cabeza de su cadáver rebanándole la nariz y después de la batalla iba a buscarla. Un grupo de mujeres de la nobleza lavaba y peinaba las cabezas cortadas, se les teñían los dientes de negro y se exponían orgullosamente sobre una tabla. Cuando se produjo la invasión a Corea en 1592, las cabezas obtenidas eran tantas que su traslado creaba una dificultad logística. El problema se solucionó enviando a Japón solamente las narices cortadas que, cubiertas con sal, viajaban en barriles de madera. Este es un dato histórico comprobado. No es verdad, en cambio, que un monstruoso ejército de guerreros sin narices estuviera preparando la contraofensiva.
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    Canibalismo azteca

    Insisto en que no es lo mismo. No es igual que los mexicas (y los tlaxcaltecas y los mayas y los chichimecas) comieran carne humana como parte de un ritual religioso o como parte de su alimentación habitual. El plato se llamaba tlacatlaolli. El muslo derecho era para el emperador, las vísceras servían para alimentar a sus jaguares y serpientes. Fue un insulto atroz que a los españoles nos consideraran demasiado amargos para ser comidos. Haber sido la excepción me enorgullece.
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    El que a hierro mata

    El que a hierro mata, ¿dónde está?, ¿dónde se oculta? El que a hierro mata obligado, obedeciendo órdenes, como soldado de leva, formando parte de un ejército al que no desearía pertenecer, ¿también está condenado? El que a bronce mata, a pedernal, a obsidiana, ¿a bronce, a pedernal, a obsidiana muere? El que a hierro mata, ¿siempre muere? ¿Siempre a hierro? ¿No se enferma, no tiene accidentes, no envejece? El que a hierro mata, ¿se arrepiente? ¿Teme? ¿Sabe que el hierro lo busca y lo persigue?
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    Hacer la guerra

    Hay que hacer el amor y no la guerra, hay que hacer la calle y no la guerra, hay que hacer la comida y no la guerra, hay que hacer la revolución y no la guerra, hay que hacer el bien y no la guerra pero si no queda otra solución, hay que hacer la guerra, hacerla hasta el final, hasta la muerte, hasta la destrucción total del enemigo, hasta su exterminio, hasta que el amor y la calle y la comida y la revolución y el bien no sean más que excusas, simulacros, operaciones, formas y estilos de la guerra.
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    Réplicas

    Antes, una buena batalla cinematográfica exigía cientos y a veces miles de extras. Hoy se replica a los combatientes con imágenes digitales. Felices de ver multiplicada su presencia, los guerreros virtuales no pretenden cobrar por cada una de sus actuaciones simultáneas pero, según comentan los productores con fastidio, a veces exigen catering.
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    Dualidad

    Extraña raza. He asistido personalmente a las salas de radiación de sus hospitales, donde un leve olor a ozono recuerda en los órganos olfativos el inicio de una tormenta. He contemplado con asombro el complejo, caro y preciso aparataje que han sido capaces de idear los humanos para postergar la muerte de otros miembros enfermos de su especie, tratándolos de a uno por vez, mientras pergeñan, al mismo tiempo, artefactos capaces de destruir a cientos de miles simultáneamente. Son admirables y temibles. Aconsejo evitar su mundo al que, sin enemigos a la vista, persisten en destruir por sí mismos.
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    El llanto de Lisístrata

    Lisístrata es una comedia musical de Aristófanes, estrenada en Atenas en el año 411 a. C. Su protagonista organiza una gran huelga sexual. Comandadas por Lisístrata, las mujeres de los dos bandos se niegan a tener sexo con sus hombres a menos que desistan de la guerra. Casi dos mil quinientos años después, las mujeres ya formamos parte del ejército. En defensa de nuestros derechos, nos negamos a ser relegadas a tareas de enfermería o de oficina y queremos combatir a la par de los varones. Lisístrata llora. Y quizás Aristófanes, su padre.

    leer lisistrata de aristofanes

  • Agostina_lecturamahar citeretfor 2 måneder siden
    importadas cobraron su diezmo entre los habitantes originarios. El último dodo fue avistado oficialmente en 1662. La última mujer tasmana murió en 1876. El último varón murió aún antes, en 1860. Un miembro de la Royal Society of Tasmania mandó a confeccionar una maleta con su piel, pero fue una excepción. En términos generales, no se obtuvieron grandes provechos de los cadáveres tasmanos. Los dodos, al menos, servían para comer.
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