Al principio son invisibles. Y de repente empiezas a fijarte en ellas. Se arrastran por el mundo como un ejército de ángeles envejecidos. Una se pone frente a ti. Te observa con los ojos abiertos de par en par, con una mirada azul pálido, y formula su ruego en un tono a la vez orgulloso y zalamero. Te pide ayuda, tiene que cruzar la calle, y no se atreve a hacerlo sola, o subir al tranvía, y las rodillas ya no la sujetan, busca una calle y el número de una casa, y ha olvidado sus gafas… Sientes una compasión repentina por este ser senil y, conmovido, realizas una buena obra y el papel de protector te llena de satisfacción. Precisamente aquí, en este instante, hay que pararse, resistir al canto de la sirena; con una gran dosis de voluntad, rebajar la temperatura del propio corazón. Recuerda, las lágrimas de estas señoras no significan lo mismo que las tuyas. Porque, si cedes, si aceptas, si intercambias una palabra de más, caerás bajo su poder. Te deslizarás en un mundo en el que no tenías previsto entrar, porque cada cosa a su tiempo, porque, por Dios, todavía no ha llegado tu hora.