El último medio siglo (1968–2018) ha sido testigo de una generación que amaneció a la madurez con la alegría revolucionaria de Mayo del 68 y que se está jubilando en pleno vigor de una revolución conservadora y de los populismos de extrema derecha que amenazan con llevarse por delante muchas de las conquistas civilizatorias de este tiempo. Esa generación es la que ha mandado. Una generación que con sus aciertos, sus contradicciones, sus arrebatos de cólera (a veces ingenuos; a veces violentos; casi siempre justos) o su resignación ha tratado de cambiar el mundo, aunque no con la profundidad y la velocidad que previeron sus protagonistas, algunos de los cuales podrían decir: «Queríamos cambiar el mundo y el mundo nos ha cambiado a nosotros». A cada año mágico revolucionario (1968: París, Praga, México; 1999: movimiento antiglobalización; 2011: los indignados) le ha sucedido una reacción (1979–1980: Thatcher y Reagan; 2011: los neocons; 2017: Trump) que ha pretendido siempre volver al statu quo anterior, a lo que creían un estado natural de las cosas, utilizando los principios de coerción y persuasión, el poder duro y el poder blando. Durante aquellos años mágicos, los jóvenes como categoría histórica han disputado a la clase obrera el monopolio del protagonismo redentor de los cambios que ésta tuvo durante el siglo xix y primera parte del xx. El sentido de la historia lo daba el progreso, pero el motor de la historia no ha sido sólo la lucha de clases, sino las ansias de un grupo transversal de ciudadanos que ha reivindicado su lugar en la política, la economía y la cultura.