Después de visitar el cementerio
–Anoté el epitafio:
Yace aquí silencioso y olvidado,
el que en vida vivió mil y una muertes.
Nada quieras saber de su pasado,
despertar es morir, no me despiertes.–,
retomé mis apuntes, retomé ese poema:
¿Será la voz lo único que crece de los muertos?
¿Sólo la voz germina bajo tierra?
¿Será la voz el bosque al que se refería?
En ese bosque también ardieron sus amigos:
uno de ellos se suicidó
luego de acuchillarse los genitales,
se colgó de las sábanas del siquiátrico
donde lo habían recluido;
años después, otro se disparó en la sien;
después de un largo cáncer.
Generación oscura, «grupo sin grupo»,
viudos unos de otros aun sin haber muerto;
compañeros de lengua y de besos;
todos ellos un largo aliento.
La voz podría ser el móvil de esas muertes;
los libros.
Los contemporáneos son los libros, no nosotros.
Sólo la voz nos arde en la garganta
al pronunciar un nombre al que ya no respondemos.
El cabello y las uñas también siguen creciendo
bajo tierra, así que dentro del ataúd
la muerte ha logrado travestirlo:
lo imagino con el cabello a los hombros y las uñas
largas, tan largascomo las cinco letras del deseo.
Pero sólo la voz escapa de la tierra,
su murmullo
es la hierba que crece alrededor de su tumba.
Sólo la vozarde, crece, perdura.
Sólo nos sobreviven las palabras