Al llegar a las duchas, me sentí inquieto. El corazón me latía fuerte en el pecho y un miedo extraño me invadió. Para que mi abuela no reclamara por el agua y el gas, solía bañarme con mi mamá o mi hermano, a veces los tres juntos. Y mientras uno se lavaba el pelo, el otro se restregaba un pañito, y jugábamos a escupirnos agua por la boca o echarnos espuma de jabón. Compartíamos esa intimidad que, asumo, entrega la pobreza. Pero esa noche yo estaba solo. La ducha era exclusivamente para mí, y tan lejos de ellos, acaso fuera la primera vez que me sentí realmente abandonado.